El viernes fui a ver HOY DEBUTA LA FINADA, de Patricia Zangaro,
al Teatro Nacional Cervantes (Libertad 815, 4816 4224, 4815 8883 al 6, int
121). Funciones Domingo - 21:00 hs
Jueves, Viernes y Sábado - 21:30 hs
Necro Maradona
Una década y media atrás, un director amigo me dijo que, para
que el mito encontrara su estatura eterna, Maradona debía jugar un último
partido con la casaca argentina, hacer un gol con su último aliento, y morir de
un fulminante ataque al corazón. Tan sólo un par de días atrás, en un bellísimo
programa de radio sobre teatro (click en damossala), comenté las afinidades entre el mito y el teatro -o, en un
sentido amplio, entre el mito y la literatura; y más aún, entre el mito y la
creatividad-. Recordando las palabras de aquel director, dije: “para que
Maradona alcance la estatura de mito, le falta morir”.
El vínculo entre biografías y mitos tiene su frontera
transformadora en la muerte, porque la muerte detiene aquello que es dinámico y
temporal: el propio fluir inconcluso de la vida del personaje, que establece un
vínculo dialéctico y constante con el receptor/constructor de su imagen.
Demasiado bien lo saben las empresas comerciales que se arriesgan a contratar
derechos de imagen de determinadas figuras públicas, deportistas y atletas: las
multi que contrataron al ex-mito ciclístico mundial devenido “doppineta” Lance
Arsmtrong todavía se quieren matar. Así las cosas, el enorme Mike Tyson, pocos
años después de sus irreversibles combates, le mordisquea impotente una oreja a
su rival, y el gran Chuck Berry, padre del rock, es sometido hace menos de un
mes a la exhibición de su senilidad en una gira periférica por estas latitudes.
Esto (ya) no le pasará al Che Guevara, no le pasará a Evita ni a Juan Domingo;
ya no le sucede a Gatica, ni al morocho del Abasto; no hay más noticias sobre
Pappo, Gilda o El Potro; Luca Prodan y Miguel Abuelo están detenidos en
horizonte, y la decadencia, el desvío, el quiebre o lo inesperado no los tocan.
La muerte detiene y elimina del tablero una de las grandes fuerzas en
conflicto, que siempre complica todo: el individuo. Y transforma entonces su
biografía en signo, en puro signo, lo que equivale, en palabras de Mijail
Mijailovich Bajtín y Elsa Drucaroff, a la terrible arena del combate social.
En el conflictivo modo en que el mito se construye y se elabora
(ahora sólo con palabras, sólo con imágenes, sólo con signos, si se quiere), la
sociedad polemiza. Un antiguo amigo de la adolescencia, fanático de las
maquetas, las historietas y el anti-kirschnerismo, lo explicitó de un modo
contundente días atrás en un post de Facebook: sobre una imagen del Nestornauta
(o Eternéstor -aún, creo, la amalgama no tiene un nombre fijado por el uso-),
posteó unas palabras. La imagen ya es un desplazamiento, pero en su post
sufriría otro: las manos del héroe cargaban bolsas de dinero y sobre su pecho
se leía “El Lava-Nauta”. Sobre esa nueva transformación de imagen, el autor
postea:
“Pensar que me gustaba el Eternauta... Estos me cagaron la
imagen.... Aguante Juan Salvo y Martita... del "trucho K" y Sra mejor
ni hablar...”
Como es notorio, Oesterheld y Néstor han transmutado sus
propiedades, y son tanto o más “signo” que Juan Salvo y Martita: son pura arena
de un combate que, cuando ya no es soportado por el discurso, se torna sangre.
Necroturgia
En septiembre de 2009 escribía en este mismo blog algunas
reflexiones sobre el recurrente tema de la muerte en obras de la cartelera
porteña (para completar la lectura, puede verse este link -click aquí-). Ahora, iniciando la temporada 2013,
retomo el tema desde otro punto de vista.
La muerte transforma en signos “cerrados” lo que estaba abierto
al devenir; y así, lo que era diacrónico y sujeto a cambios y posicionamientos,
es fijado y disputado. El teatro, que siempre es “en vivo” -y que, a diferencia
de otras artes dramáticas, como el cine, no tolera actores muertos en escena-, abreva permanente
en mitos, biografías y muerte. “Hay que morirse para que te quieran”, parecen
decir los personajes de Zangaro en “Hoy debuta la finada”. En manos de María
José Gabín, esta obra de la postrimerías de los años ochenta resignifica la
muerte como tema y quizás, como el Luis Cano de “Coquetos Carnavales” (click aquí), también como forma.
Síntesis argumental
Aferrados al pasado, cuarenta años después de la muerte de su
mujer, Pascual y sus viejos compañeros de orquesta vuelven a encontrarse para
hacer debutar a Rosita, la hija, como cantante. Pero el tiempo, ese lapso
engañosamente vacío que parece haberse detenido, se volcará sobre ellos en
caída lenta “...en su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos”[1].
Los géneros muertos
La puesta en escena de María José Gabín arranca con una extraña
procesión de muertos vivos, comentadores y corolario del retrato de “la
finada”. La muerte omnipresente convoca a sus fantasmas, en forma de zombies.
Está viva Rosita, con sus colores y sus lecturas de novelas rosa de los años
cuarenta, casi detenida en el tiempo. Se sabe que tiene cuarenta años, pero se comporta
como una niña en edad de merecer, aún esperando su polisémico “debut”. Los
muertos se ubican en la platea, iluminados y disponibles para entrar en escena.
Una explícita formalización de la muerte tiñe todo el rito teatral: lo que
veremos en tanto representación no está del todo vivo; es un instante efímero
de re-animación de aquello que se ha ido. Zangaro habla, al comentar esta
primera obra de su producción dramatúrgica, sobre los géneros “populares
argentinos”, y menciona el sainete, el grotesco y la tanguística. La
popularidad de dichos géneros se remonta a la primera mitad del siglo pasado,
mordiendo el tango la segunda, sobre el que se dice, una y otra vez, en boca de
la protagonista: “el tango no me gusta”. Veremos qué desplazamientos suponen las
fechas que evocamos.
Tempus fugit
La obra fue estrenada orginalmente en 1988, hace 25 años. El
recurrente y central signo de los cuarenta años habla, justamente, de los años
‘40 del siglo XX. La finada murió hace cuarenta años, Rosita tiene cuarenta años.
Es la distancia entre el ‘48 y el ‘88, la distancia entre el primer peronismo y
las últimas imágenes del alfonsinismo. Cuarenta años esperando el debut de una
finada, los muertos vuelven, disputándole o pretendiendo disputarle popularidad
a la actualidad; pero la actualidad es el signo televisivo -hay una tele en
escena y un concurso de talentos; es el fútbol -se mira un partido-, es el rock
and roll -un viejo tanguero se corrió del tango en su boliche, y ahora pone
rock, para bailar y dar clases, y se le llena. La fiesta renovada es imposible:
a la noche del debut no viene nadie. Sabiamente, la dramaturga señala el vacío
con su excepción: alguien vino, es un ciruja, y está perdido.
Y los muertos.
Pensado desde finales de los ochenta -el quiebre de aquella
primavera alfonsinista, en plena democracia de la derrota-, los sentidos
poderosos de la obra justifican sobradamente sus pergaminos (es, entre otras
cosas, Primer Premio Municipal). Veinticinco años después, la renovada puesta
de Gabín permite observar sus múltiples desplazamientos. El tango y la milonga
de barrio, que en la postdictadura era sólo el nostálgico y biográfico recuerdo
de los milongueros de antaño, sufre a finales de los noventa y, sobre todo, en
la primera década del presente siglo, una enorme suerte de “revival” y
resignificación. Buenos Aires se convierte en destino turístico tanguero, las
milongas hacen de mojón al nuevo circuito, las clases de tango tango estallan,
y una significativa cantidad de jóvenes sin ningún contacto biográfico con el
tango (el tango aquel, el que fuera género popular hasta mediados de los
sesenta) se vuelca al recorrido milonguero, que ya es otro. Bailar tango y
encontrarse en la milonga, a estas alturas del tercer milenio en Buenos Aires,
es un signo opuesto al de la obra original: puede, incluso, ser signo de
pertenencia y sofisticación. Algo similar sucede con los certámenes de talentos
televisivos. En la obra de 1988 aún estamos en tiempos de “Grandes Valores del
Tango”, conducido por Silvio Soldán, y el gran programa de concursos de
cantores era, quizás, ya una parodia: “Si lo sabe cante” (cante con Galán),
porque el signo televisivo de la búsqueda de talentos siempre tuvo un tono
farsesco. Faltaban todavía unos años para la explosión de la televisión por
cable, de la irrupción de las señales internacionales, del reality y Operación
Triunfo. El signo de un muchacho tosco, Virola, buscando en los pasillos de un
canal de TV una oportunidad para mostrarse y triunfar, luego del “Cantando por
un sueño”, cobra una dimensión inusitada.
Actuación genérica
La actuación comenta el gusto por los géneros, con una calidad
envidiable. Claudio Martínez Bel es la muestra cabal de ese grotesco ya
paródico. Todos componen hacia esa puesta en valor, comentada, distanciada, del
grotesco, y el signo de los muertos ingresando a las gateras de la
representación, le imprime a la actuación un gesto de actuación comentada, un
señalamiento de estilo. Pero hay un momento en que la técnica se corre: Marcos
Montes (Vitrola), comienza a cantar “El día que me quieras” a capella,
estilizando el género Serenata -ella en su habitación, él, tímidamente y con
“el debido respeto”, afuera-. Pero de a poco, la mano de la directora da rienda
suelta a la disociación y el personaje, que ya no es personaje sino que es
actor marcando su gesto, termina bailando “danza clásica”, con sus arabescos,
pliegues y semi puntas, al tiempo que, inmutable, su máscara termina de cantar
el mítico tango. Este corrimiento hacia otra tradición actoral se une, quizás
demasiado puntualmente, al comentario que los muertos vivos hacen de los
géneros que acometen.
El corazón de las
tinieblas
El conductor del programa de radio que mencionaba, sabiamente,
corrigió mi postulado: el Maradona que era capaz de hacer esos goles, ya está
muerto. Aquel jugador ya es mito: ha quedado al margen de lo que su avatar
maduro pueda hacer, decir, negar. La muerte, a veces, es también una grave
ruptura en una sola biografía, que quiebra su supuesta unidad. Las reflexiones
de Elsa Drucaroff al respecto de la película “Quién Mató a Mariano Ferreyra”
apuntan, sin cerrar el debate, en esta dirección -para leer el debate, click aquí.
Por lo demás, aquel director teatral con quien iniciamos el
tema del mito y la muerte estuvo en el programa de radio una semana antes que
yo, recordando viajes y anécdotas. Nadie mejor que él, quizás, para hablar de
vida y corazones: hace poco su corazón se detuvo unos instantes, junto con el
de todos nosotros. Hoy rebosa de vida. ¡Salud!
.
Bonus Track: El anti
grotesco consciente
Dice Pascual, personaje: “Yo también quisiera sacarme el
disfraz, pero uno se debe al público”.
Los muertos entierran a los muertos. No hay cómo quitarse el
disfraz o dejar caer la máscara. Porque en su lugar se yergue la hipótesis
siniestra: bajo la máscara, hay otra. Y otra. Y otra. Y otra más.
1 comentario:
inteligente y sensible análisis. me dan muchas ganas de ver la obra
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