El sábado 20 de julio fui
a ver EL INVERNADERO, de Luis Cano, a NoAvestruz (Humboldt
1857 Tel: 4777-6956). Sábados 20 hs.
Pulsión de muerte
Recuerdo el colectivo
133 en el que leí, hará unos veinte años o más, el artículo de Sigmund Freud Más allá del principio del placer. Lo
recuerdo emocionalmente, separado de los conceptos que mutan a lo largo del
tiempo y de sus disputas con otros conceptos. Recuerdo esa sensación destellante
de epifanía, que hace juego con algunas pocas más, en las que reverbera la emoción
de la memoria: la intuición del extraño todo
que está más allá de lo binario, leído en alguna glosa de filosofías
orientales; la súbita comprensión del concepto de “valor” en el signo
saussureano; el lento descubrimiento de la entidad doble del actor teatral y,
mucho más atrás en el tiempo, la tardía comprensión de lo abstracto en una
fórmula matemática que reemplazaba, para mi asombro, cualquier número por una
sola letra minúscula del alfabeto.
Regreso al colectivo. Aquel
joven lector, ajeno a la secta psicoanalítica, saboreaba el sentido de la vida
orgánica que quiere volver a lo inorgánico, que quiere repetir y permanecer; lo
hacía con la certeza de que eso explicaba, a través de la paradoja de la
muerte, la constancia de la vida. Excede el propósito de esta reseña sobre El invernadero, de Luis Cano, la
exposición de la teoría freudiana, pero viene a cuento porque se trata de la
recurrencia, tanto en la vida como en el teatro, del tema y los procedimientos
de la reiteración: la fijación de un acontecimiento, de una conducta, de un
afán irresuelto y doloroso, tal vez destructivo, a lo largo de los años y de la
vida.
Lo reiterativo es,
desde el punto de vista de la progresión de la acción teatral, una pulsión de
muerte: paradójica negatividad. Instaura un ritual, que es una de las formas
atávicas de la teatralidad, pero a la vez, le impone el peso de lo insoportable[1]. Y de
allí se sueltan los vectores de la progresión, del cambio, de lo inesperado. En
la obra que reseñamos, la infancia, la muerte, y el padre son los elementos
fijos a los que una y otra vez recurre la obra desde el omnisciente punto de
visto de su narrador.
Síntesis Argumental
Con la atención fija
en su vivencia interior, cuyos códigos de escape no logra descifrar, un hijo reingresa
insistente al territorio ficcional de sus recuerdos –el invernadero como un
refugio, desplazado a la sala dominada por la madre- e interpela las imágenes y
discursos de sus mayores. Lo material se deshilacha. Es, simplemente, teatro.
El eterno niño desamparado
La vivencia interior
de la temprana infancia no tiene palabras para expresarse, y no puede ser
elaborada por un discurso propio. En el mejor de los casos, logra insertarse en
la madeja social de significaciones porque los adultos miran, advierten, le
ponen palabras. En la mayoría de los casos, esa mirada no existe: los adultos
estamos mirando a otro lado. Y por lo general, ese otro lado es aquel en el que
buscamos la clave de aquello que quedó sin ser expresado en nuestra propia historia
personal. En palabras de Luis Cano: “¿Cuánto tiempo
hace que repetimos este momento? Esto que empezó y siguió pasando. Porque
insistimos…”
¿Y por qué insistimos? Pregunta. Respuesta:
no podríamos hacer otra cosa. Fuera de nuestro mundo público, o tal vez y mejor
dicho, dentro de nuestro universo privado, nuestros fantasmas se nos pasean
delante nuestros ojos, enunciando
aquello de lo que no podemos escapar. Esto es, para bien o para mal, El invernadero.
Delimitaciones del espacio / tiempo
La obra se propone
como la enunciación ficcional, aceptada como “teatro” por el propio narrador,
de una vivencia recurrente, que es calidoscópica: es casi la misma, pero dispuesta de múltiples
maneras, mostrando en los intersticios de su redundancia los quiebres que le podrían dar sentido. Es el
hijo sin tiempo en sus refugios: un invernadero, cruzado por la terca
persistencia de la madre, que se adueña, con sus enormes fauces que ya tragaron
al padre, de lo que queda del hijo: el salón (o el recuerdo) de la vieja casa
de la infancia, a la que de tanto en tanto retornaba el padre, y por la que
ahora sólo circulan palabras, y un puñado de dinero.
El espacio dentro del
espacio está delimitado por la iluminación y por la planta escénica: esa interesante
alfombra orgánica sobre la cual, para ingresar, se realiza un extraño ritual. Allí,
el tiempo está también delimitado por el discurso del protagonista: relato a
público, interacción con los otros personajes. Esa norma es sólo suya. Padre y
madre están encerrados dentro de la “cuarta pared”. No obstante, en el rasgo
más interesante del armado de ese personaje, la madre articula dos planos de
discurso: la palabra explícita, al hijo, y el comentario en tono bajo,
desopilante y notablemente significativo, que lo glosa.
Ese expresivo
mecanismo contrasta con el cuerpo de la actriz, y con los cuerpos de los
actores. Sin objeciones para lo que emite, por edad, por imagen, y por la
disciplinada conducta de Enrique Dumont, no termina de “hacer sistema” la
representación de la madre añosa en el cuerpo enérgico, joven, de una gran capacidad
cómica, de Analía Sánchez, una muy buena actriz que dispara hacia otro orden de
realidad el recuerdo y presencia que la obra le propone. Curioso casting para
un texto esquivo, que depara desafíos, ilusiones, obstáculos, y un gran
potencial en la, a mi juicio, mejor figura de la composición.
El padre en su gloriosa estupidez
Creo yo que el mayor
acierto de esta puesta es la exposición de esa imagen de padre: a contrapelo de las grandes imágenes del poderío
paterno (aquellos enormes fantasmas del viejo Hamlet y, más acá, del padre de
Kafka, del padre del Amadeus), la sencillez borderline
de la criatura encarnada por Federico Marrale logra romper lo esperable. Es
como si, rasgando la recurrente queja del narrador de las vivencias de su
refugio, ese padre fuera otra cosa, a la que uno llama todo el tiempo, desde la
platea, con el deseo de que vuelva y nos muestre su insólita sonrisa detenida,
su permanente humedad, su paradójica muerte, su no respuesta, su canción.
Bonus
track: la queja y el temblor
Es como si dijéramos: la constancia de la
queja, cuando no arriba al humor, puede ser causal de enfermedades. Desde el
punto de vista del complejo armado de la obra, la constancia terca en la queja
del hijo resta lo que, buenamente, suman el humor de la madre y la insólita
estatura bizarra y pregnante de la imagen de padre. Hay empate. Suena el piano.
Comienza y termina la función.
[1] Y absolutamente
necesario. En las dos escrituras teatrales en colaboración con Laura Gutman la
recurrencia es esta: “Ignacio, esto es repetitivo, esto ya se dijo, esto ya
pasó: tachalo”. Ahí, la terapeuta y escritora. Y entonces el director y
dramaturgo: “esto es teatro, es necesaria la redundancia”.
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