lunes, 6 de octubre de 2008

Sobre MAYORÍA, de Maruja Bustamante


El viernes fui a ver Mayoría, de Maruja Bustamante, a la Ciudad Cultural Konex (la primera de las últimas dos funciones del espectáculo).


Rojo Francia y lo bueno de Bustamante
La escena se tiñe de previsibles tintes rojos –luces, pancartas, sonidos–. No hay nada necesariamente malo en lo previsible; la obra no deja de pertenecer a su origen: el “ciclo en conmemoración del 40 aniversario del Mayo Francés”, organizado por el Centro Cultural Ricardo Rojas, de la Universidad de Buenos Aires. El orden de lo previsible es un orden posible.

Releo: Conmemoración. Aniversario. 40 aniversario (que excede el límite, por donde se lo vea, de la juventud –y lo digo con mis 39 a pocos meses de evaporarse, y mi dolor de cintura, y mi incapacidad de volver a jugar a la pelota–). Y sigo. Conmemoración, aniversario, cotillón, 40 años. El Mayo Francés, el Centro Cultural Ricardo Rojas y la UBA. La obra no puede (¿no puede?) no acumular consignas paradójicas, extraídas de discursos y graffiti, y no puede (¿no puede?) no someterlas al estallido verbal, laríngeo, del grito enfático con articulación meteórica. La obra no puede (¿?) no decir “la imaginación al poder”, no puede no representar, tautológicamente, cuerpos jóvenes utilizando cuerpos jóvenes, un plus siempre presente que los sesentorializa. La obra discurre así, representando un eco vacío, gritado a la distancia. Y de pronto la sorpresa.

En medio de la bruma resonante que ya lleva cientos, cientos de segundos, un curioso juego escénico toma forma y se encarna. En una fila paralela a la platea, una media docena de mujeres (mujeres que incluyen, notablemente, el cuerpo de un varón) comienza a gritarle a la última de todas, aislada y angustiada, consignas feministas de barricada. El discurso coral abunda en utopías sobre la revolución tecnológica y la reproducción asexual de la especie, el llamado a la destrucción de las parejas mixtas en todas sus formas, el estallido del patriarcado, el ajusticiamiento de los machos dominados y dominantes, la revolución femenina, el nuevo paradigma.

La chica angustiada se quita el corpiño y lo arroja al piso (elipsis obligada de la hoguera). Y las demás chicas de la fila (que, recordemos, incluyen un cuerpo de varón), se quitan los corpiños y los arrojan también, seriamente, críticamente, a las llamas no representadas (destaco, para luego elaborar, las llamas no representadas).

Por último el grupo de varones, que observa desde un estrado a foro, saca de sus masculinos bolsillos de pantalón corpiños. También corpiños. Tristes, críticos, serios corpiños. De los bolsillos de los varones. De los cuerpos de los varones. Y los arrojan. A las llamas ausentes.


Síntesis argumental
Un colorido grupo de jóvenes ensaya paradójicas y vehementes consignas políticas, en forma de plegaria individual o colectiva, mientras esperan que la revuelta callejera dé cauce a la (a una, alguna) revolución.


La historia de una derrota
Parafraseando el prefacio de Los cuatro peronismos, el clásico libro de A. Horowicz, esta es la historia de una derrota. El Mayo Francés es, desde la perspectiva que lo conmemora, una derrota. Sus consignas, el gusto por la paradoja, el espíritu de época y la metálica aleación estudiantado/obreros en una revuelta primer mundista pertenece, para las generaciones que nacimos después, al mundo de la mitología: relatos más poéticos que históricos, más performáticos que documentales, más fantásticos que realistas. Su sentido, la imprecisa energía que deviene torrente, nos es ajeno y tal vez imposible. Sólo quedan signos. Palabras. Significados ya fósiles. Veinte años atrás, en las postrimerías del alfonsinismo, una obra juvenil sobre el Mayo Francés se habría quizás llamado “homenaje” y los intérpretes, quién sabe (pero yo apuesto), habrían intentado el gesto travestido de “enarbolar las banderas”. Hoy, notablemente, las consignas gritadas a viva voz no encuentran –no, no encuentran– referentes[1].

Orden de clase y orden de géneros
No obstante, hay algo vivo entremezclado con los desplazamientos fervorosos de signos arqueológicos. Desde un punto de vista crítico marxista, Elsa Drucaroff explica en su artículo “Orden de Clases / Orden de Géneros: en la palabra muerde el perro”[2] que las determinaciones y mediatizaciones del orden de clases sociales (en términos generales, el capitalismo) coexisten en forma relativamente autónoma –vale decir, separadamente distinguibles y con funcionamientos que pueden, incluso, oponerse– con las determinaciones y mediatizaciones del orden de géneros (en términos generales, el patriarcado, en sus variantes históricas específicas).

Quizás por ello se comprenda la inesperada vitalidad de las escenas que retoman las consignas de género. La antena de la obra de Maruja Bustamante realiza allí una (gran) descarga a tierra. Del paquete de consignas mitológicas, desempolvadas del arcón de la revolución social, emergen con formas exactamente iguales (consignas gritonas, gritadas de frente) y, por lo tanto, indistinguibles a priori en términos de funcionamiento de las otras, las mucho más incómodas consignas feministas y allí la escena prueba en el cuerpo (de los intérpretes y del espectador) lo que Drucaroff prueba en la semiótica literaria. Que el orden de géneros es autónomo. Que aquellos signos fósiles en términos del orden de clases, inertes e incapaces de resonar en otro sentido que no sea la parodia, conservan una sorprendente vitalidad en el orden de géneros.

La llama ausente
El ríspido, filoso borde de cuestionamiento al orden masculino, presente y continente en Adela está cazando patos[3]se presenta en estado ingenuo, inesperado –antiqueer– en Mayoría. No sé si la obra hace de esto un discurso consciente. El don de los artistas es, de algún modo, el viejo don del médium, del intérprete de las musas, de la “pobre antena” que cantó Charly García. Antena que encauza el fogonazo potente de la descarga de tensiones vigentes.

Hablé antes de llamas no representadas. Los corpiños caen al vacío y el vacío se hace signo. Quema. A diferencia de la “representación” de la juventud mediante el uso enfático de cuerpos jóvenes, que los torna nostálgicos, sólo aquello que aún nos pertenece puede reponerse por elipsis.
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[1] Pongamos un ejemplo. Consigna uno: “vos tenés veinticinco años; tu sindicato, setenta y cinco”. ¿Referentes?
[2] En: Barrenechea, A.M., Royo, M. y otros. Homenaje a Aída Barbagela­ta. In memoriam. Buenos Aires, Marta B. Royo y Sylvia E. Wendt editoras, 1994.
[3] Obra anterior de Maruja Bustamante, aún en cartel. Puede verse comentario en este blog.

1 comentario:

Drucky dijo...

Me convenciste. La reseña es estupenda, ja ja, sobre todo por las citas. Seriamente: sí, tal vez esto de poner jóvenes de hoy a ser jóvenes de ayer tenga algo un poco setentista en el mal sentido, un poco forzado y voluntarista. Pero a mí igual me gustaron mucho otras cosas de la obra, mucho. Me gustó el uso de los pizarrones - armas, con su ruidito, con las tizas, me gustó teatralmente y me gustó por toda la significación que condenasa. Me gustó el consignismo con la letra de La Internacional y la represión que toca los cuerpos y la atraviesa pero no la interrumpe, y me pareció muy fuerte el uso del muerto, ese final de derrota no es nostalgia, ahí está la perspectiva generacional 2001. Fijate que en la revuelta del Mayo Francés hubo un solo muerto, y por accidente, la represión no pasó de gases lacrimógenos. Pero la obra percibe una derrota, una violencia, un protagonismo de la muerte y la represalia que va más allá de la anécdota del Mayo Francés. Vimos la obra Horowicz y yo, y a ninguno de los dos se nos pasaba por el mate representar mayo del 68 como derrota, no fue percibido así en el momento ni después, se comentaba como un hito heroico, trinfante. De hecho nos sorprendió y por supuesto, no tuvimos otro remedio que decirnos "sí, claro, es que aunque no se notó, era una derrota".
Y el final con el poema de Perlongher es otra antena a tierra que, precisamente, se inscribe en el orden de géneros pero ahí lo hacen remitir a todo, revolucionariamente también, al orden de clases.
A mí me parece una puesta arriesgada, como todo lo que vi de Maruja Bustamante, y con cosas profundamente personales y momentos muy conmocionantes, aunque coincido en tu crítica sobre los jóvenes haciendo de jóvenes.