lunes, 29 de septiembre de 2008

Sobre MEDIO PUEBLO, de Martín Giner


El domingo fui a ver MEDIO PUEBLO, de Martín Giner, en la Sala H. Martínez Bonelli de la ciudad de Salta, en el marco del Ciclo de Teatro Tucumano –antesala de la Fiesta Provincial de Teatro–.

Cada uno y la historia universal de los conjuntos
El escenario está poblado de una bella multitud de muñecos (la foto a la derecha es sólo una parte); todos de frente, en dos grupos separados. La obra se llama “medio pueblo”. Asumo que los de un lado y los del otro, son respectivamente un medio pueblo.

El público se acomoda en las sillas de la sala-patio; los muñecos parecen –como siempre (me) parece– observar. Me acomodo y los observo. Me observan. Largo rato. Sueña (con ñ) una música. La luz declina. Un rato. Y entonces formulo, como los chicos (siempre como los chicos, porque se trata de muñecos), un deseo muy concreto: “cómo me gustaría que me contaran la historia de cada uno”. Y mis deseos son órdenes. Y el narrador de historias se para entre los dos grupos y dice, como si yo le estuviera dictando, que esta y aquella son las mitades de un pueblo, y que el pueblo es un conjunto de individuos y que, para bien presentarlos, hay que contar la historia de cada uno.

Y lo hace.

El narrador de historias
La belleza no es individual, no solamente. Lo que impacta hasta la ensoñación es ver la multitud, y sólo luego de la multitud, el individuo. Es la antigua lección de los narradores de historias de la historia, el Homero de aqueos y troyanos, el Spielberg de la lista de Schindler –toda en blanco y negro, masiva, enorme, con una niña de vestido rojo recorriendo el guetto, camino inexorable a la muerte–. Medio Pueblo se organiza a partir de un relator, único actor de carne y hueso, que cuenta la inexorablemente épica (se trata de narrar un pueblo) historia de una catástrofe colectiva. La técnica es sencilla y eficaz: el narrador es un contador de historias, el público es su audiencia, los muñecos –casi títeres, casi objetos– son sus títeres y objetos.

Síntesis argumental
Un pueblo a la orilla del mar está míticamente dividido en dos partes (casi dos naturalezas): la mitad antigua, la mitad moderna. La historia de cada uno de sus personajes, necesariamente, está enlazada con la de los demás y, por supuesto, misteriosa, ancestralmente opuesta a la de los del otro lado (de la misma cosa). La tensión social interna (bajo el feudal mando de la duquesa, en la parte antigua; bajo el explotador dominio del burgués, en la parte moderna) arrastrará la acción hacia sendas revueltas organizadas, sin que los insurrectos adviertan a tiempo que la absurda división lleva sembrado demasiado rencor, demasiado miedo, demasiado recelo como para evitar la tragedia.

El borde del monólogo y la narración oral
Decía antes que la técnica es “sencilla”, en términos de planteo de la enunciación: un narrador de historias le cuenta, al público, la historia del pueblo. Pero esto no significa que la tarea en manos del (muy buen) actor sea sencilla. Por el contrario, esta sencillez de “relato a público” obliga a Gabriel Carreras a desplegar recursos, recursos y más recursos: la utilización de los muñecos como objetos o como títeres, la propia encarnación corporal de las actitudes de sus personajes, el esfuerzo vocal en la diferenciación de todas las voces, y la extraordinaria capacidad mnemotécnica –que le permite relatar a toda velocidad, rítmicamente y durante más de una hora, los avatares individuales y colectivos de toda la población. La técnica, además, lo coloca en el lugar de “cuentacuentos” y, por lo tanto, lo corre todo el tiempo del lugar de “personaje”. Dicho de otro modo, el monólogo a público sobre acontecimientos ajenos (desde el punto de vista de lo que enuncia y en estos términos: el narrador no narra su participación en la historia que cuenta y, de haberla habido, no la encarna), decía, esta condición “ajena” hace que la teatralidad implícita en una situación presente se resienta. No hay una situación potente que afecte al personaje (como en las técnicas de monólogo más “teatrales”, en las que el personajes es atravesado por una acción/situación presente al momento de narrar), y esto obliga a enfrentar constantemente (con buenos resultados la mayoría de las veces) la monotonía intrínseca del procedimiento, pues éste depende del contenido que se narra y no de lo que el actor transita como acción en el escenario.

La paradoja obligada
Por lo demás, el texto es una pieza literaria de rara belleza. Está montada en una sucesión, una acumulación más bien, de pequeños relatos de estructura paradójica para todos los gustos: yo elijo el del “naturalista” observador de aves que apalea gaviotas para ver cómo se comportan y, tras años de reventarles la cabeza y las tripas, concluye que un extraño mal se está apoderando de ellas –porque cada vez quedan menos y las que aún hay se muestran nerviosas y huyen despavoridas–. Si bien la acumulación hace previsible al poco tiempo la recurrencia de un remate paradójico, la solvencia, la profundidad o la ternura prevalecen.

El sujeto circular –loop de la enunciación
Sobre el final de la notable RODANDO (de Alejandro Acobino, se puede ver la reseña en este blog), el narrador, hasta el momento externo, ingresa en el universo ficcional, sumergiéndose desde el plano de enunciador al de enunciado (yo soy un personaje de lo que te estaba narrando desde afuera). La recurrencia de este “loop” –tomo el término de un músico que vio la obra de Giner y comentó la presencia del mismo efecto en otras obras más– me llama la atención. Arrojo una hipótesis: la conciencia ineludible de planos de ficción que se contienen mutuamente (y alejan la realidad y la sitúan como un efecto más de construcción) es ya una marca generacional. Se parte de allí, indiscutiblemente.

La imagen perdurable
Le pregunto a Zoe, la niña de doce años, al salir de la obra, cuál de los personajes le gustó más. “Me quedo con el niño calabaza”, responde entusiasmada. Ella, su madre, su padre –quizás también sus hermanas bebés mellizas, si pudieran hablar– eligieron el niño calabaza, ese hermano del medio entre catorce hermanos a quien, por omisión, sus padres no le pusieron nombre. Aquel que al menos en el otro lado del pueblo, por el horror que les produce su enorme cabeza, llaman “el niño calabaza”. Aquel que encuentra un nombre, entonces, de aquel lado. Aquel que, a pesar de ser sistemáticamente arrojado por los aires, de cabeza, de vuelta a su lado del pueblo, cruza el límite, una y otra vez.

2 comentarios:

carmela dijo...

No la vi, asique no puedo opinar. Pero me resulta muy interesante el blog. volveré.

saludos

Anónimo dijo...

Una obra bien hecha. Pero no deja de tener unas aristas politicas complicadas. La denostación de toda revolución, el ridiculizar todo movimiento popular revolucionario. El saber que al final escribe la historia -el narrador- porque le pagan, por ello solo le permite al niño la escritura de "un botón" sólo eso.
Ya en su obra anterior diseccion nos pide que tengamos un poquito de perdón por el soldado nazi. No se, hay como un no se que politico medio complicado que no me termina de cerrar, salvo que se pertenezca a una asosiacion de la derecha extrema.
Pareciera que no hay una buena lectura politica o ideologica del teatro actual