martes, 3 de marzo de 2009

Sobre EL TROMPO METÁLICO, de Heidi Steinhardt

El martes fui a ver el reestreno de El Trompo Metálico, de Heidi Steinhardt. Funciones Domingos a las 21 en El Portón de Sánchez (Sánchez de Bustamante 1034).

Un pliegue en el tiempo
Un caballero de levita y su dama antigua juegan, envarados y ceremoniosos, un juego de mesa que la niña, vestida de blanco, con sus moños y sus volados, parece seguir en silencio desde su decimonónico pupitre. Y de pronto, el hombre anuncia: “basta para mí basta para todos”.

Para quienes no recuerden (o para aquellas nuevas generaciones que quizás se lo hayan perdido), la frase pertenece al tutti frutti, el juego familiar en el que los participantes compiten por escribir el mayor número de ejemplos no repetidos de determinada consigna, restringida por la letra inicial. Por ejemplo: “accidentes geográficos que empiecen con la letra c” (cabo, cima, cráter, cadena montañosa, cuenca, confluencia, etc… -¿lo hice bien? ¿son “accidentes geográficos”?).

Lo cierto en la obra es que el juego pertenece a nuestro mundo referencial contemporáneo, al igual que muchos de sus temas (la era digital, las reuniones de padres en el colegio), y sin embargo, sus personajes se visten y comportan como una familia del siglo XIX (práctica del baile del Minué incluida). Ese es esencialmente el procedimiento formal, temático, temporal que estructura El Trompo Metálico. Y este uso tópicos visuales y temáticos del siglo XIX incorporados, fundidos en la contemporaneidad, es lo que le permite hablar, desde el opresivo y a la vez banal mundo familiar, del abuso y el autoritarismo endogámicos, transhistóricos, del “carácter” argentino.


La trama
La obra es un breve recorrido, un instante, una tarde, en la educación de la “niña”, en su preparación para una presentación en sociedad: el padre y la madre la someten, durante un incierto y tenso arco temporal, a la exigencia, la reiteración y el castigo ­-únicos modos pedagógicos de su formación. Y como en la Griselda Gambaro de La malasangre, el odio y el deseo no son ajenos al vínculo del varón y su hija mujer. No obstante, el balance grotesco -el contrapunto de la presencia de esa madre a la vez despótica e impotente- y la estructura no causal de la trama eximen a El Trompo Metálico de la obligación que hubiera tenido, en tiempos de Griselda, de un destino trágico.


¿Otra vez la familia?
Pareciera que sí, pero no. No es la familia y el extremo absurdo del comportamiento de sus miembros lo que hace de El trompo metálico una de las (nuevas) obras más singulares y destacables de la dramaturgia de los últimos años. Aunque esté presente, como en casi todas las obras de esta generación, la energía entrópica cuyas fuerzas destructivas sostienen el tiempo necesario a la familia en escena, la obra de Steinhardt hace algo más: comenta y reinventa, con mayor o menor conciencia, los modos metafóricos mediante los cuales las dramaturgias de los 70 y principios de los 80 hablaban del autoritarismo, la violencia y la represión. Exhibiendo el procedimiento (sus personajes son contemporáneos -no metaforizan, ocultándola, la contemporaneidad-) y quitándole el componente trágico (nadie está condenado, nadie muere, nadie grita, horrorizado, nunca más), la obra se libera de sus insignes precursores y abre el campo de las posibilidades, como una suerte de homenaje, a su reutilización.


El exceso
El trompo metálico son dos obras en una, y una tiende a ser incompatible con la otra. La primera, la obra ácida, grotesca y de humor cruel en la que está la madre. La otra, la obra sutil, densa inquietante en la que el incesto es tomado en serio, percibido como la amenaza de lo real entre el padre y la hija. Una obra conduce a un lado, la otra a otro. En la segunda, la madre no puede estar, porque ese personaje no pertenece a ese código. De hecho, la madre se retira durante un largo período. Entre una y otra obra hay una transición (la escena de las diapositivas) en la que poco y nada ocurre, de esa escena no surge una acción ni una derivación que retome algo de lo construido hasta entonces. Si un procedimiento más claro, más nítido de expectativa (una mayor presencia de la presentación en sociedad, un baile oficial, aquello ante lo que la niña tiene que poner el cuerpo) fuera creciendo en intensidad dinámica, dramática, ambas “obras” convergerían en una. En El trompo metálico esto no sucede. Pero no creo que sea por una falta sino por un exceso: un exceso de ideas y de imaginación, un torrente a borbotones de humor ácido que socava, paradójicamente, la estructura general. Y sin embargo, la hace vivir.

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