El 22 de marzo fui al estreno de prensa de EL SEPELIO, de Heidi Steinhardt, en La Carbonera (Balcarce 998, tel: 4362 2651) Funciones domingos a las 18 hs.
El símbolo del mal
Difícilmente el teatro de las últimas décadas en Buenos Aires ofrezca imágenes positivas de una madre; en todo caso, esa zona se reduce a la ínfima pequeñez, aniñada, de la mamá de los Coleman, o se amplía, transgeneracionalmente, a la gran madre rectora –abuela de los Coleman-, fantasma y pesadilla patriarcal. La enorme presión publicitaria introduce tanta madre joven, bella, protectora e intramuros en el afán de vender detergentes, jabones bactericidas y yogures aditivados (los primeros “cafés veloces”, pre-diegotes y grondonas), que el teatro pareciera obligado, por default, a hablar sólo de monstruos.
En el caso de El sepelio, de Heidi Steinhardt, la maternidad se torna indisimulablemente un símbolo –unívoco- del mal, divinizado cual pronunciamiento de la Tradición (el sepelio), la Familia (hijos cuasi bobos) y Propiedad (dinero y territorio). La madre es irredenta, y no la salva ni su propio estado (sorpresivo) de peligro.
Síntesis argumental
Zulema convoca a una reunión familiar con sus tres hijos, una mañana de domingo, para dejar organizado su propio y lejano funeral. Pero sus débiles hijos no son funcionales ni a la excusa de la reunión ni a la secreta motivación de esta ceremonia.
Los dos relatos
En su ya clásico artículo “Tesis sobre el cuento”, Ricardo Piglia describe las condiciones habituales en las que un relato literario cifra en su superficie un relato oculto cuya estrategia de develación define diferencias sustanciales de estilo. Las diferencias que él registra son tres: la clásica –el policial de enigma, Chesterton, Borges- ofrece hacia el final la clave para descubrir (hacer consientes) los signos de doble causalidad que el autor diseminó a lo largo del relato. El gesto casual, las huellas, la observación lateral, cobran una significación crítica y esencial en la relectura del encadenamiento de causas y efectos que hasta el final permanecían ocultas al lector. La segunda, la de Hemingway y el iceberg, no ofrece la clave del desciframiento, y deja en tensión la presencia de lo oculto como algo necesario pero implícito, tenso, oscuro. Los signos de doble causalidad están allí, en casi cada palabra de la superficie. Todo está cargado, sin posibilidad explícita, textual, de descargarse. La tercera estrategia, la kafkiana, es explícita desde un principio. Lo oculto está develado, y luego se narra lo superficial, que denuncia permanentemente aquello que reponemos, como lectores, todo el tiempo. Irónico, humorístico y horroroso, lo kafkiano es una inversión.
El trabajo de la autora y directora en su primera obra, una de las obras más interesantes de su generación, El Trompo Metálico (para leer la reseña sobre esa obra, click aquí –actualmente en cartel-), opera sobre la tercera forma, partiendo de explícitas condiciones contradictorias que exhiben lo ominoso de aquello familiar que retorna. En El Sepelio -segunda obra- en cambio, el relato parece retornar al modo clásico, de develación final. El problema a mi juicio, más allá de los valores de estilo, actuación y eficacia, es la ausencia estructural de signos de doble causalidad. Las imágenes finales (la tierra, el ataque, la disolución de vínculos) y, sobre todo, la develación de una motivación oculta no guardan, para sorpresa del espectador, una relación sólida con aquello que hemos ido viendo a lo largo del relato. Sólo superficie –gags, temores, horrores- quieren ser iluminados por un cierre de tensiones y por una develación de lo oculto, pero esas tensiones no estuvieron presentes –no hubo suficiente tierra a lo largo de la obra para dar sentido estructural a que se desborde- y aquello que estuvo oculto no ofreció signos de tensión con la superficie, limitándose a dar una explicación “final” sobre, solamente, el final…
La familia del Trompo Metálico
La familia de aquella primera obra de Heidi Steinhardt era una metáfora. Funcionaba como una familia para hablar de otra cosa, tal como la directora propone una y otra vez que sean leídas sus producciones: no para hablar de vínculos familiares sino de algo más amplio, relaciones de poder, educación, sujeción, tradiciones incuestionables, apariencias y ocultamientos. El Trompo amplía desde una premisa fantástica –la decimonónica presentación en sociedad de una niña actual-, la observación de vínculos y conductas cuyo detalle asombra. En El Sepelio las figuras parecen estar por sobre los personajes, la madre es la madre de todos los excesos, y los hijos, pobres espectadores victimizados por el lugar común. A su pesar, es tal el peso arquetípico de esas figuras, que terminan inclinándose sobre sí mismas sin capacidad para hablar de otra cosa.
Contraluz
La estupidez se recorta contra la inteligencia de los lúcidos, que pueden estar o no en escena pero que siempre están en la platea, puesto que el espectador se somete a un juego de inteligencias, para comprender, para descubrir, para asumir, para aceptar. Se premia a su inteligencia con la comprensión o la sospecha. Cuando la debilidad o el sinsentido priman violentamente en la trama, la inteligencia es exterior: dice desde afuera, dice algo que todo su sistema propone. Quizá cierta quietud estructural en El Sepelio proviene de la exhibición nítida de ese sistema desde el principio. La implosión de fuerzas ausentes le da artificialidad al conjunto: juguemos a este juego sabiendo que no hay nada por descubrir que no esté dicho de antemano.
No obstante, la obra vive aún, como dije al leer el texto, en la estilización del lugar común y en la exhibición de fuerzas destructivas, de ambiente opresor, cuyos excesos no han terminado de volcarse más allá del propio territorio alegórico delimitado desde un principio.
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