martes, 12 de agosto de 2008

Sobre ROSE, de Martin Sherman. Dir. Agustín Alezzo


El domingo fui a ver ROSE, de Martin Sherman, con Beatriz Spelzini. Dir: Agustín Alezzo

La Santa del shtetl y el rito pagano
En uno de los momentos a mi juicio más perturbadores y cautivantes de la pieza de Martin Sherman, la anciana narradora recuerda haber vislumbrado, con un horror que atraviesa incólume las décadas, una sensual, privada y salvaje ceremonia de celebración de su madre, oculta en los bosques. Una ceremonia cuyas breves imágenes aún la perturban, aún la paralizan hasta la incomprensión.

Este momento forma parte de una obra en la que todo –el amor, el horror, el miedo, la esperanza, la intimidad, la política, la muerte– quiere ser comprendido, tal vez por la piedad y por el suave balance en declive de la vejez. Sin embargo, aquel momento primitivo es y perdura “en crudo”, sin mediaciones, eternamente joven, y a punto de morir. Veamos de qué se trata.

Síntesis del argumento
El argumento de ROSE es por todos conocido, aún cuando se desconozcan los pormenores de la versión de Sherman. No digo que la vida de Rose Rose, la sobreviviente del guetto de Varsovia que termina dueña del hotel más conocido de Miami Beach sea particularmente famosa, ni mucho menos. Digo que la biografía de esta sobreviviente se funde en la gran biografía de los judíos europeos del siglo XX y entonces uno comprende, de antemano y a lo largo de cada minuto de representación, lo que ella (muy eficazmente) representa: la bucólica lejanía de la aldea ucraniana, fracturada y a medias recompuesta tras cada pogrom, el viaje iniciático de la campesina a la cultura urbana, la juventud, el amor, la esperanza, la inocencia e incosciencia. El nazismo, el odio, el guetto, el hambre, el horror, el asesinato y el posterior exterminio. La pérdida absoluta. La supervivencia. La vida después de la muerte, la esperanza perdida, el concepto de holocausto, la emigración. Y tras la emigración y la nueva historia de vida, la potencia tanática del pasado en combate con el erotismo sencillo de la vida que renace, hasta el combate presente y futuro –incluso cruel, incluso injusto– de las nuevas generaciones y su identidad.

Horror completo y el horror desconocido
El terrible horror narrado en forma de memorias es un horror completo: te envuelve como un círculo sin escapatoria y su signo es el mal. Beatriz Spelzini es una eximia mediadora entre el texto y el público, en el sentido de medium, el de encarnar una presencia ante nosotros. Y para nosotros. En el cuerpo y la voz de Spelzini Rose narra, llora, clama, reflexiona y ofrece su verdad, del suave modo en que algunas vidas al final de sus días pueden hacerlo. Uno siente, a través de ella, las sensaciones de aquello, e intenta comprender y ver lo que puede ser visto y entendido. En esa vasta tempestad que arrasa un siglo, sin embargo, está aquel momento extraño –uno, diría, casi irrelevante en semejante biografía– en el que la niña Rose espía a su austera e inexpresiva madre celebrando, con la cara embadurnada y húmeda, la voz henchida por el canto y el cuerpo en trance extático, la muerte de su padre.

Ante el recuerdo de la muerte de los seres queridos, o del descubrimiento del amor, de la pasión, de la alegría o del más agudo espanto, Beatriz-Rose expresa intensidades. Sin embargo, ante la incompresible y atávica cara oculta de su madre, Beatriz-Rose expresa un horror sagrado, aún vivo, aún prohibido, aún pendiente sobre su cabeza como un rayo que en cualquier momento podría fulminarla.

Esto es una pieza cruda en una obra elaborada. Es salvajemente extraño.

La medium y lo mínimo: Peter Brook y Agustín Alezzo

Dos cosas me hace pensar la actuación de Spelzini –lo demás, pertenece al mundo irreflexivo de los sentimientos. Peter Brook rememoraba, y estuve buscando la cita en Provocaciones y en El espacio vacío pero no la encontré, un ejercicio que le gustaba hacer en las épocas más experiementales en Les Bouffes du Nord: se les pedía a un actores que se comunicaran y desarrollaran una situación utilizando como medio expresivo solamente un dedo. Había que armarse, por supuesto, de paciencia, pero al cabo de un tiempo, la comunicación aparecía y la situación se tornaba expresiva: la restricción lograba atravesar la pared convencional de los clichés y se tornaba, desde lo mínimo, en un signo renovado.

Yo no sé si le creo a la leyenda que el viejo (zorro) Peter intentó imponer, pero hay algo esencialmente cierto en que la restricción de recursos de Beatriz Spelzini para componer a Rose logra una concentración inusual, intensa, sobre lo que es vital y necesario en la obra.

Y el segundo pensamiento es un viejo ejemplo de mi antiguo maestro de actuación (y director de esta obra). Cierta vez, frente al intento de algún alumno de expresarlo todo y ser enfático, Alezzo hizo una observación sobre el poder expresivo del polo opuesto, de la paradoja o lo contrario. No lo dijo con estas palabras, claro. Simplemente observó: “no vemos lo avara que es una persona cuando no da nada, sino justamente cuando da, por lo poco que da y el excesivo valor que le otorga. Se trata de verlo, justamente, dando algo… y decir ¡qué miserable!”.

Una obra basada en la biografía (real) de una sobreviviente al exterminio nazi estará necesariamente cargada de patetismo, puesto que la historia reciente no registra biografías colectivas mucho más dolorosas y porque, además, así como en esta mujer en particular resuenan todas las víctimas, en este genocidio reverberan los demás genocidios. Era de esperarse una lluvia de lágrimas, gritos y desmayos, pero no. Rose, como buena sobreviviente, vive de la vida que se rescata y es austera en la manifestaciones de dolor. Por eso la actriz contiene y restringe el arrebato de emociones antes que liberarlo y en esa energía contenida, en esa pequeña expresión que se filtra uno siente… cuánto dolor.

La edad, lo real, la ceremonia

El personaje Rose es una anciana, tiene ochenta o más. El cuerpo de su mediun es mucho más joven. Me pregunté por momentos qué pasaría con un cuerpo realmente anciano en escena, que no necesitara componer esa vejez. Si sería mucho más eficaz, si me desplomaría en la silla sin poder de reacción –antibrechtianamente estupidizado–. Qué pasaría… Y entonces recordé a Ellen Wolf (se puede ver la entrada de ELSA, en este blog), su cuerpo real de ochenta y tantos. Su exilio desde aquel genocidio; su hija muerta en el nuestro. Mi hijita Luna, las palabras de mi mujer, qué pasaría, y me digo ahora que no. Que la imagen evocada y la imagen real sirven, del mismo modo, para proteger y defender una zona inaccesible; sirven para no desplomarse en la silla sin poder de reacción, porque son eso. Una ceremonia. Una máscara del más puro teatro. Y vuelvo al viejo Peter Brook:

“dado que existe una gran seguridad, uno puede tomar grandes riesgos: y porque aquí no estoy yo, no soy yo, todo lo que soy yo está oculto entonces puedo precisamente dejarme ver, revelarme; puedo permitirme aparecer”.

Es gracias a la última distancia (que hasta puede provenir de un defecto, de un error), algo oculto permite ser revelado.

Bonus track: La santa madre oculta
No es casual que las historias que cito sean historias de madres. Rose comenta con gran afecto y dulce ironía que su madre era considerada una “santa” por todos en el shtetl, siendo que el concepto de santidad ni siquiera existe para los judíos. Esa madre santa de rituales paganos y severa inexpresividad la ayuda a salir a la vida. El asesinato de su hijita Ester la sepulta en la muerte. Van pasando los años y las muertes, hasta que una muerte de otra niña en Palestina renueva todas las muertes que contienen todas las palabras, y hace resonar una vez más toda la vida que se necesita para sobrevivir, y para poder morir como ella quiso, en mitad de una frase, aún deseando…

1 comentario:

Anónimo dijo...

la fui a ver el domingo en el tetaro Del Nudo.


excelente!
y la actuacion de Beatriz Spelzini fue emocionante.


saludos!
juan pablo