El jueves pasado vi LA MÁS FUERTE, de August Strindberg –dir Emilse Díaz, María Marull, María Zembelli, en Elkafka.
El desequilibrio
Hablar parte de un desequilibrio. ¿Por qué no hablan los planetas?, diría la memoria lacanicista (aquella que participó en charlas en las que alguien había leído o hablado con alguien que sabía supuestamente algo del viejo Lacan). No hablan porque no les falta nada. Son redondos, completos y –cataclismos más, cataclismos menos– no les falta nada: giran sobre su propio eje a velocidad constante y alrededor de la estrella central en elipses coordinadas mientras lentamente, con una lentitud que excede la imaginación de los hombres, se enfrían junto con el entrópico universo hasta la consumación final. La muerte tibia, quieta, sosa. Eterna.
No habla quien es redondo y está completo. Habla el movimiento inconstante, espástico. El círculo abierto, el cuerpo desequilibrado, el sujeto en falta. La furia. El sonido. Habla el placer, del que los planetas se abstienen. Habla quien necesita, quien desea, quien carece. Habla la debilidad y la efímera fuerza que nace de esa debilidad. Habla lo que pronto va a morir.
De la relación inestable entre la fuerza paradójica y vincular de quien calla y la profusa debilidad circunstancial de quien habla, habla La Más Fuerte, de August Strindberg.
La trama de la necesidad
En la víspera de Navidad, una mujer encuentra casualmente, en un café, a otra mujer a quien no veía hace tiempo. Esta mujer, llamémosla como Strindberg, señora X, le habla a la señora Y durante los veinticinco, veintisiete minutos de obra. La señora Y calla.
El discurso de X permite vislumbrar una trama a medias oculta en la historia de los personajes: la soledad cuasi culpable de Y, un antiguo e irresuelto triángulo amoroso con el marido de X -a quien su esposa le compra pantuflas con tulipanes, tan al gusto de la otra-, un cúmulo de sospechas y rencores propios del mundillo de los artistas del espectáculo, el despecho, el recelo burgués de la mujer “de familia” respecto de la mujer sola y, la sospecha, la idea a medias develada que el encuentro no es casual.
Si un encuentro en cualquier plano (consciente o inconsciente, real o fantástico, abstracto, físico, teatral) no es casual, es entonces necesario. Opera en función de algo. De alguien. Estaba latente. Algo lo gatilla. Y se dispara. Y ejecuta. Es parte entonces del desequilibrio, del mundo de la necesidad.
La fuerte y la desvalida: la verdad develada te despoja
Lo más interesante a mi juicio de la obra está en el recorrido paradójico de la fortaleza. “La Más Fuerte” es aquella, en principio, que está callada. Es el planeta en cuyo campo gravitatorio cae la parlanchina X que le pide, le pide, le pide. Dejame sentarme, dejame hablarte, oíme, escuchame, respondeme.
La idea de que el silencio es la fuerza se hace concreta. Uno siente –y aquí la carga actoral permite que la obra aparezca– dónde está la fuerza y dónde la debilidad, uno percibe la fortaleza a través del cuerpo de Karina Antonelli y el temblor oculto, el desfallecer tapado de verborragia en la voz de Andrea Jaet.
Lo esencial, sin embargo, es que estos polos no son estables. El silencio, a medida que el texto de X avanza, va arriando el emblema de la Fueza, va fisurando la imagen de la distancia autosuficiente, y se va impregnando de debilidad. Y la palabra, sinónimo de carencia, se va haciendo sólida, agresiva y desbordante. La palabra, que intentaba cubrir una falta, cambia de sentido (o dejar ver su otro lado), y en lugar de cubrir comienza a develar: va dando, a través de las preguntas que sólo la palabra –y nunca el silencio– puede formular, lugar a una verdad.
Hay un momento privilegiado por la puesta en el que los cuerpos de las actrices están casi pegados. En ese momento, la demandada Señora Y se pone de pie para responder una pregunta y emite, por primera, única vez, una palabra. Pero esa palabra es tapada por La Más Fuerte. La Más Fuerte, en (de) ese momento, habla literalmente más fuerte para no permitirle a la otra hablar.
La palabra, gracias a las preguntas que permite formular, da acceso a la verdad. La señora X la descubre porque, como dice el programa de mano, “todo estaba delante de sus ojos”. Pero la obra no termina allí. La obra es un círculo en movimiento. Una vez develado lo oculto, la rueda sigue girando. La señora X no calla, la señora Y no habla, y la verdad de quien la dijo, al no ser ya un secreto para nadie, vuelve a volcar su potencia al polo del silencio.
La puesta equilibrada. El damero
Dos palabras sobre la puesta. El desequilibrio original –un torrente de palabras vs. una abstinencia casi monástica– es de algún modo contrarrestado por la disposición escénica de un “tablero”: las mesitas cuadradas de bar, dispuestas en una perfecta diagonal, completan metonímicamente el damero ordenado, el mundo del juego abstracto.
X e Y pasan así, casi literalmente, a ser los ejes cartesianos que permiten definir la curva.
Una habla como un torrente, la otra calla como un dique. Todo se aquieta en el damero abstracto. La Más Fuerte es mental. La obra es analítica. La propuesta, cartesiana.
Es, ante todo, un pensamiento.
La carga actoral
Lo mental, lo cartesiano está absolutamente permitido por las actrices. Es gracias a ellas que el pensamiento, en textos tan pasionales, se vislumbra.
Pero también lo analítico está agujereado por la carga actoral. Está minado por aquello que Jaet y Antonelli pueden hacer. Casi todo lo que puede hacerse con el mínimo gesto facial, de cara al público, está milimétricamente realizado. Casi todo lo que puede sostenerse de un diálogo ininterrumpido a público y sin respuestas está hecho.
Las cincuenta butacas de la sala estaban ocupadas. No es la primera función. Y es una obra breve, y un día de semana. El trabajo lo amerita.
El ruido que sugiere a Beckett
Hay unos sonidos grabados que funcionan al modo de separadores de momentos en la obra. Tuve todo el tiempo la sensación de que no le pertenecían. De que eran un ruido, algo molesto. De que venían de otro lado. Eran un error.
La disposición geométrica de la puesta: diagonal, cuadriculado, damero, vista al público, iluminación milimétrica, tiempo regulado, etc. me parecía, todo el tiempo, mucho más becktettiano –incluso– que en una obra breve de Beckett. Pero tal vez Beckett no apareció a raíz de todo eso. Tal vez sólo apareció por solo ese error, el ruido. La interferencia.
Dado lo experimental de la propuesta de Strindberg, y el paso de un siglo entre su escritura y hoy, no es ilógico que el camino (al menos de un espectador) pase por el viejo Sam.
El desequilibrio
Hablar parte de un desequilibrio. ¿Por qué no hablan los planetas?, diría la memoria lacanicista (aquella que participó en charlas en las que alguien había leído o hablado con alguien que sabía supuestamente algo del viejo Lacan). No hablan porque no les falta nada. Son redondos, completos y –cataclismos más, cataclismos menos– no les falta nada: giran sobre su propio eje a velocidad constante y alrededor de la estrella central en elipses coordinadas mientras lentamente, con una lentitud que excede la imaginación de los hombres, se enfrían junto con el entrópico universo hasta la consumación final. La muerte tibia, quieta, sosa. Eterna.
No habla quien es redondo y está completo. Habla el movimiento inconstante, espástico. El círculo abierto, el cuerpo desequilibrado, el sujeto en falta. La furia. El sonido. Habla el placer, del que los planetas se abstienen. Habla quien necesita, quien desea, quien carece. Habla la debilidad y la efímera fuerza que nace de esa debilidad. Habla lo que pronto va a morir.
De la relación inestable entre la fuerza paradójica y vincular de quien calla y la profusa debilidad circunstancial de quien habla, habla La Más Fuerte, de August Strindberg.
La trama de la necesidad
En la víspera de Navidad, una mujer encuentra casualmente, en un café, a otra mujer a quien no veía hace tiempo. Esta mujer, llamémosla como Strindberg, señora X, le habla a la señora Y durante los veinticinco, veintisiete minutos de obra. La señora Y calla.
El discurso de X permite vislumbrar una trama a medias oculta en la historia de los personajes: la soledad cuasi culpable de Y, un antiguo e irresuelto triángulo amoroso con el marido de X -a quien su esposa le compra pantuflas con tulipanes, tan al gusto de la otra-, un cúmulo de sospechas y rencores propios del mundillo de los artistas del espectáculo, el despecho, el recelo burgués de la mujer “de familia” respecto de la mujer sola y, la sospecha, la idea a medias develada que el encuentro no es casual.
Si un encuentro en cualquier plano (consciente o inconsciente, real o fantástico, abstracto, físico, teatral) no es casual, es entonces necesario. Opera en función de algo. De alguien. Estaba latente. Algo lo gatilla. Y se dispara. Y ejecuta. Es parte entonces del desequilibrio, del mundo de la necesidad.
La fuerte y la desvalida: la verdad develada te despoja
Lo más interesante a mi juicio de la obra está en el recorrido paradójico de la fortaleza. “La Más Fuerte” es aquella, en principio, que está callada. Es el planeta en cuyo campo gravitatorio cae la parlanchina X que le pide, le pide, le pide. Dejame sentarme, dejame hablarte, oíme, escuchame, respondeme.
La idea de que el silencio es la fuerza se hace concreta. Uno siente –y aquí la carga actoral permite que la obra aparezca– dónde está la fuerza y dónde la debilidad, uno percibe la fortaleza a través del cuerpo de Karina Antonelli y el temblor oculto, el desfallecer tapado de verborragia en la voz de Andrea Jaet.
Lo esencial, sin embargo, es que estos polos no son estables. El silencio, a medida que el texto de X avanza, va arriando el emblema de la Fueza, va fisurando la imagen de la distancia autosuficiente, y se va impregnando de debilidad. Y la palabra, sinónimo de carencia, se va haciendo sólida, agresiva y desbordante. La palabra, que intentaba cubrir una falta, cambia de sentido (o dejar ver su otro lado), y en lugar de cubrir comienza a develar: va dando, a través de las preguntas que sólo la palabra –y nunca el silencio– puede formular, lugar a una verdad.
Hay un momento privilegiado por la puesta en el que los cuerpos de las actrices están casi pegados. En ese momento, la demandada Señora Y se pone de pie para responder una pregunta y emite, por primera, única vez, una palabra. Pero esa palabra es tapada por La Más Fuerte. La Más Fuerte, en (de) ese momento, habla literalmente más fuerte para no permitirle a la otra hablar.
La palabra, gracias a las preguntas que permite formular, da acceso a la verdad. La señora X la descubre porque, como dice el programa de mano, “todo estaba delante de sus ojos”. Pero la obra no termina allí. La obra es un círculo en movimiento. Una vez develado lo oculto, la rueda sigue girando. La señora X no calla, la señora Y no habla, y la verdad de quien la dijo, al no ser ya un secreto para nadie, vuelve a volcar su potencia al polo del silencio.
La puesta equilibrada. El damero
Dos palabras sobre la puesta. El desequilibrio original –un torrente de palabras vs. una abstinencia casi monástica– es de algún modo contrarrestado por la disposición escénica de un “tablero”: las mesitas cuadradas de bar, dispuestas en una perfecta diagonal, completan metonímicamente el damero ordenado, el mundo del juego abstracto.
X e Y pasan así, casi literalmente, a ser los ejes cartesianos que permiten definir la curva.
Una habla como un torrente, la otra calla como un dique. Todo se aquieta en el damero abstracto. La Más Fuerte es mental. La obra es analítica. La propuesta, cartesiana.
Es, ante todo, un pensamiento.
La carga actoral
Lo mental, lo cartesiano está absolutamente permitido por las actrices. Es gracias a ellas que el pensamiento, en textos tan pasionales, se vislumbra.
Pero también lo analítico está agujereado por la carga actoral. Está minado por aquello que Jaet y Antonelli pueden hacer. Casi todo lo que puede hacerse con el mínimo gesto facial, de cara al público, está milimétricamente realizado. Casi todo lo que puede sostenerse de un diálogo ininterrumpido a público y sin respuestas está hecho.
Las cincuenta butacas de la sala estaban ocupadas. No es la primera función. Y es una obra breve, y un día de semana. El trabajo lo amerita.
El ruido que sugiere a Beckett
Hay unos sonidos grabados que funcionan al modo de separadores de momentos en la obra. Tuve todo el tiempo la sensación de que no le pertenecían. De que eran un ruido, algo molesto. De que venían de otro lado. Eran un error.
La disposición geométrica de la puesta: diagonal, cuadriculado, damero, vista al público, iluminación milimétrica, tiempo regulado, etc. me parecía, todo el tiempo, mucho más becktettiano –incluso– que en una obra breve de Beckett. Pero tal vez Beckett no apareció a raíz de todo eso. Tal vez sólo apareció por solo ese error, el ruido. La interferencia.
Dado lo experimental de la propuesta de Strindberg, y el paso de un siglo entre su escritura y hoy, no es ilógico que el camino (al menos de un espectador) pase por el viejo Sam.
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