Ayer fui a ver 42 cm, de la Compañía Silencio de negras –dir Eduardo Pérez Winter. En el teatro Silencio de negras: Luis Sáenz Peña 663. Mié 21 hs; Sáb 22.30 hs.
Rotimi Babatunde, africano
En el año 2006 el joven dramaturgo y novelista nigeriano Rotimi Babatunde recibió el encargo, por parte del Riksteatern de Suecia, de escribir una obra para público infantil sobre un tema muy general contenido en la palabra sueca flykt –que significa exilio, pero también refugio, y también escape a la imaginación–. A fines de año presentó el borrador de Three Boys and a Fire (Tres chicos y una fogata), una obra dirigida a un público de entre 10 y 12 años de edad.
Three Boys and a Fire es una obra de una sola situación dramática: el encuentro a escondidas en el gimansio de la escuela de tres niños, uno de los cuales proviene de una familia campesina recién instalada en la ciudad. Los niños citadinos desprecian al nuevo compañero y lo instigan a cumplir un rito de iniciación: prenderle fuego a un nido de búhos y quemar vivos a los pichones.
Quebrado por la violencia verbal y física de sus compañeritos, el campesino prende fuego a los pichones mientras danza y canta alrededor de la cruel fogata. Uno de los instigadores, sin embargo, se retira de la ronda descompuesto y en crisis de llanto; el olor de los pichones quemados le hizo revivir un recuerdo: él mismo huyendo de una violenta revuelta social de la mano de su madre, la calle llena de humo y del olor de los cuerpos incendiados de quienes, junto con uno de sus hermanos, no pudieron huir…
Halcones y palomas
La violencia infantil, en este caso símbolo de lo absurdo y gratuito de toda violencia, es tema en 42 cm, de Eduardo Pérez Winter. Por supuesto, lejos de la extrema y distópica decisión de enfrentar a un público de 10 años a las imágenes de pichones de ave y pichones de humano incendiados por otros humanos, la obra de Compañía Silencio de negras sitúa en paralelo, mediante un elegante gesto de contigüidad, las imágenes de un boxeador apaleado e insistente, con las de unos pichoncitos de paloma atrapados, maltratados, destrozados por los chicos malandras del barrio. Quizás esta evocación textual despierte las mejores asociaciones temáticas de una pieza correctamente actuada y muy bien diseñada espacialmente.
Síntesis argumental
El “toro” Soria, un boxeador de medio pelo cuyo único soporte y apoyo son su médico y la mujer que le organiza las peleas, pierde por knockout e intenta recuperar su físico y ánimo malogrados para otra pelea a celebrarse en mediocre contexto, en tan sólo siete días más, y que seguramente también perderá.
Sorpresas espaciales
Lo más sorprendente de este trabajo es el diseño y uso del espacio. Localizado en el rincón esquinero de una de las tantas pequeñas salas-habitaciones de este edificio de estilo de la calle Luis Sáenz Peña (uno de esos palacios de principios del siglo pasado, de grandes escaleras y parquets inigualables que sobreviven, misteriosos y reciclados, en el barrio de Monserrat), una tarima de 42 cm de alto oficia de ring de box, acorralada literalmente contra las cuerdas, física y metafóricamente omnipresentes. La tarima, las puertas de la habitación y el cuadrilátero en diagonal deparan sorprendentes usos y superposiciones, que incluyen la reaparición de personajes o sus voces fantasmales en lugares y posiciones que serían imposibles a priori.
Actuación hegemónica
Desde la irrupción a fines de los ochenta de un estilo de actuación basado en los “estados” de los actores –que van intercalando, sumando y restando “intensidades”–, hasta las postrimerías de esta primera década de milenio ha corrido agua bajo el puente. Cuando un procedimiento de actuación tan rupturista como aquel rasgó la red anquilosada del constumbrismo, el procedimiento y sólo él pudo, en todo caso, poner el pecho a las demandas de un público que se vio capturado, sorprendido por lo que literalmente sucedía en el escenario. Pasadas las décadas y diseminado el procedimiento a lo largo y a lo ancho de la red, sus nudos tienden a atarse nuevamente. Quiero decir: una actuación basada en “estados” (intensos y lábiles, yuxtapuestos y contrapuestos con estallidos y detenciones y demoras; posiciones físicas tensas, de proyecciones quebradas de brazos y equilibrios que describen la imagen desmentida desde el armado de un monigote –medio monstruoso, medio patético–), ya es parte de lo esperable, y la avidez de un relato que sostenga la obra vuelve a primer plano. Incluso el original bartisiano (véase la obra La pesca, reseñada en este blog también), interpretado por los soberbios (y de alguna manera, también originales) Machín, Defeo y Boris, también requiere relatos sólidos y recorridos subyacentes, que el director de la notable De mal en peor suele ofrecer.
El relato en 42 cm en cambio adolece, en este sentido, de una exacerbación de los recursos, llamativos y bien ejecutados: el quiebre y superposición de espacios escénicos (muy bien presentados) y la actuación “de estados”, que se instala, sí, pero por default. La obra está comprimida en sus recursos y por sus recursos y, como un boxeador en el banquito entre el séptimo y octavo round, pide como puede aire. Sus intenciones y estructura son buenas; en el breve lapso de tiempo que la compañía le ha asignado, se mantiene obstinadamente en pie.
Rotimi Babatunde, africano
En el año 2006 el joven dramaturgo y novelista nigeriano Rotimi Babatunde recibió el encargo, por parte del Riksteatern de Suecia, de escribir una obra para público infantil sobre un tema muy general contenido en la palabra sueca flykt –que significa exilio, pero también refugio, y también escape a la imaginación–. A fines de año presentó el borrador de Three Boys and a Fire (Tres chicos y una fogata), una obra dirigida a un público de entre 10 y 12 años de edad.
Three Boys and a Fire es una obra de una sola situación dramática: el encuentro a escondidas en el gimansio de la escuela de tres niños, uno de los cuales proviene de una familia campesina recién instalada en la ciudad. Los niños citadinos desprecian al nuevo compañero y lo instigan a cumplir un rito de iniciación: prenderle fuego a un nido de búhos y quemar vivos a los pichones.
Quebrado por la violencia verbal y física de sus compañeritos, el campesino prende fuego a los pichones mientras danza y canta alrededor de la cruel fogata. Uno de los instigadores, sin embargo, se retira de la ronda descompuesto y en crisis de llanto; el olor de los pichones quemados le hizo revivir un recuerdo: él mismo huyendo de una violenta revuelta social de la mano de su madre, la calle llena de humo y del olor de los cuerpos incendiados de quienes, junto con uno de sus hermanos, no pudieron huir…
Halcones y palomas
La violencia infantil, en este caso símbolo de lo absurdo y gratuito de toda violencia, es tema en 42 cm, de Eduardo Pérez Winter. Por supuesto, lejos de la extrema y distópica decisión de enfrentar a un público de 10 años a las imágenes de pichones de ave y pichones de humano incendiados por otros humanos, la obra de Compañía Silencio de negras sitúa en paralelo, mediante un elegante gesto de contigüidad, las imágenes de un boxeador apaleado e insistente, con las de unos pichoncitos de paloma atrapados, maltratados, destrozados por los chicos malandras del barrio. Quizás esta evocación textual despierte las mejores asociaciones temáticas de una pieza correctamente actuada y muy bien diseñada espacialmente.
Síntesis argumental
El “toro” Soria, un boxeador de medio pelo cuyo único soporte y apoyo son su médico y la mujer que le organiza las peleas, pierde por knockout e intenta recuperar su físico y ánimo malogrados para otra pelea a celebrarse en mediocre contexto, en tan sólo siete días más, y que seguramente también perderá.
Sorpresas espaciales
Lo más sorprendente de este trabajo es el diseño y uso del espacio. Localizado en el rincón esquinero de una de las tantas pequeñas salas-habitaciones de este edificio de estilo de la calle Luis Sáenz Peña (uno de esos palacios de principios del siglo pasado, de grandes escaleras y parquets inigualables que sobreviven, misteriosos y reciclados, en el barrio de Monserrat), una tarima de 42 cm de alto oficia de ring de box, acorralada literalmente contra las cuerdas, física y metafóricamente omnipresentes. La tarima, las puertas de la habitación y el cuadrilátero en diagonal deparan sorprendentes usos y superposiciones, que incluyen la reaparición de personajes o sus voces fantasmales en lugares y posiciones que serían imposibles a priori.
Actuación hegemónica
Desde la irrupción a fines de los ochenta de un estilo de actuación basado en los “estados” de los actores –que van intercalando, sumando y restando “intensidades”–, hasta las postrimerías de esta primera década de milenio ha corrido agua bajo el puente. Cuando un procedimiento de actuación tan rupturista como aquel rasgó la red anquilosada del constumbrismo, el procedimiento y sólo él pudo, en todo caso, poner el pecho a las demandas de un público que se vio capturado, sorprendido por lo que literalmente sucedía en el escenario. Pasadas las décadas y diseminado el procedimiento a lo largo y a lo ancho de la red, sus nudos tienden a atarse nuevamente. Quiero decir: una actuación basada en “estados” (intensos y lábiles, yuxtapuestos y contrapuestos con estallidos y detenciones y demoras; posiciones físicas tensas, de proyecciones quebradas de brazos y equilibrios que describen la imagen desmentida desde el armado de un monigote –medio monstruoso, medio patético–), ya es parte de lo esperable, y la avidez de un relato que sostenga la obra vuelve a primer plano. Incluso el original bartisiano (véase la obra La pesca, reseñada en este blog también), interpretado por los soberbios (y de alguna manera, también originales) Machín, Defeo y Boris, también requiere relatos sólidos y recorridos subyacentes, que el director de la notable De mal en peor suele ofrecer.
El relato en 42 cm en cambio adolece, en este sentido, de una exacerbación de los recursos, llamativos y bien ejecutados: el quiebre y superposición de espacios escénicos (muy bien presentados) y la actuación “de estados”, que se instala, sí, pero por default. La obra está comprimida en sus recursos y por sus recursos y, como un boxeador en el banquito entre el séptimo y octavo round, pide como puede aire. Sus intenciones y estructura son buenas; en el breve lapso de tiempo que la compañía le ha asignado, se mantiene obstinadamente en pie.
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