Pilar, 19 de febrero de 2008.
Hace exactamente cuatro años y dos meses, el 19 de diciembre de 2003, alrededor de las 14.30 hs, Diego Ernesto Rodríguez manejaba un Ford Escort por Panamericana y, doblando en la bajada del “Village Recoleta”, se detenía en la estación de servicio YPF a la entrada del Shopping Las Palmas de Pilar –el mismo en cuyo comedor con wi fi escribo estas líneas ahora–.
Del Ford Escort detenido en la zona de estacionamiento de la estación servicio bajó a toda prisa una rubia de pelo muy corto peinado para arriba, con anteojos de sol y top blanco quien, alzándose una hermosa, impecable, exhuberante falda color rosa estrenada ese mismo día, se dirigió a los saltitos sobre sus “chatitas” blancas –también de estreno– al baño de mujeres.
Un espléndido y amable sol hacía que todo brillara. Los lentes oscuros de Diego Ernesto reflejaban el verde y plateado del entorno, y los rojos, azules y blancos del vestido de la bella morocha, recientemente separada, que también bajó del Ford Escort corriendo detrás.
Hacía calor, pero se soportaba bien. En el auto, detrás del Diego, quedaba el último personaje: pura sonrisa, frente amplia de grandes entradas bajo un pelo oscuro plagado de mechones decolorados unas horas atrás –peinados con cera hacia arriba, como imitando a la rubia–, un morocho flaco de mentón con barbita, traje crudo y camisa a cuadritos rosa hacía algún comentario de conocedor sobre la capacidad de retención de la vejiga de una chica con estrés en situaciones positivas.
Minutos más tarde, el mismo auto se detendría en el portón adornado con flores blancas de una casa quinta de la calle Rauch, esquina Arrayanes, del barrio La Lonja, en el partido de Pilar. El de camisa rosa caminaría raudo hacia el borde la pileta, saludando a los invitados y anunciándoles que la gran entrada estaba por comenzar. La morocha, segundos más tarde, se ubicaría entre los invitados. Según relatos posteriores, la rubia peli-corta de pollera rosa habría tenido que volver a pasar de prisa al baño de la casa antes de iniciar, del brazo del Diego Ernesto Rodríguez –testigo– su entrada nupcial.
Cuatro años y dos meses de calendario exacto han pasado desde aquel día. Al término de semejante plazo –toda una vida para la pequeña Guadalupe, que asistió a la boda con 8 días, recién nacida, o un suspiro para su bisabuela Irma, espléndida de bisnietos por venir–, Natalia Arce, la morocha, encontró un amor esperado e inesperado con quien es feliz. Carolina Álvarez, la rubia, luce un panza de casi ocho meses y espera junto al morocho (sin reflejos, no tan flaco, sin barbita, que escribe este recuerdo), la llegada de Luna Apolo Álvarez a quien, por alguna misteriosa, mística razón, sus padres no le prepararán ningún ajuar, mantita, habitación, cuna, almohada, vestido, escarpín, gorrito o babero de color rosa.
Diego Ernesto Rodríguez, finalmente, testigo fundamental y protagonista de esta historia, trabaja en este momento frente a un monitor de computadora. Dice, o mejor: escribe, que todo lo que puede decir por el momento es “jijiji”.
Diego Ernesto Rodríguez me acaba de anunciar que su mujer Kenia (y él) están embarazados.
Pilar, 19 de febrero de 2008. Abran paso a las nuevas generaciones.
Ignacio Manuel Apolo
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