miércoles, 19 de marzo de 2008

SOBRE OTROS TIEMPOS DE VIVIR

Es bastante cierto, como dice el personaje de “prologuista” que actúa Bernardo en la obra, que pensamos lo menos posible en la muerte, y quizás también en la vejez. Tomamos distancia de la muerte y, sobre todo cuando somos jóvenes, la concebimos contra toda certeza como algo que nunca nos va a suceder.

A mí personalmente la vejez y la muerte me producen, de un tiempo a esta parte, mucha tristeza. No estoy soportando bien el paso del tiempo en esos términos, y tal vez se deba a dos inminencias de sentido arbitrariamente opuesto: la inminencia de mis 40 años (aunque falten 10 meses) y la inminencia del nacimiento de Luna, mi primera hija, para el que faltan un par de semanas solamente. Anticipadamente describo nuestros movimientos en términos familiares: Carolina, Luna y yo fuimos a tal lado. O personifico la panza: Caro y la panza hicieron tal cosa (en este momento, por ejemplo, le quitan la pintura vieja a un mueble en living y se disponen a reciclarlo para nuestro flamante depto con cuarto de bebé). Me divierte también hacer de nuestros últimos pequeños actos grandes ceremonias de carácter irrepetible. Por ejemplo: el viernes pasado Carolina, su panza y yo fuimos a ver esta obra (Otros tiempos de vivir, espectáculo basado en tres obras breves de Thornton Wilder, dirigidas por Agustín Alezzo) y para hacer del episodio en sí algo perdurable, le pedí a la chica de la boletería que nos reservara unas butacas cerca del baño en los siguientes términos: “mi mujer está de ocho meses y medio y tiene muy poca retención de orina, por lo cual seguramente deba ir al baño a mitad del espectáculo”. Obviamente, a la hora de ingresar el acomodador había pasado por alto, o no había sido advertido de la situación, lo que nos ayudó a hacernos notar un poco más: le pedimos a dos personas que nos dejaran sus asientos, y nos pasamos varios minutos charlando con la kinesióloga de al lado sobre panzas, ejercicios y dolores lumbares de embarazadas. Luego, empezó la obra.

La disfrutamos mucho. Nos gustó. Nos conmovió. Coincidimos, al salir, que la primera de las tres, la que narra el viaje desde City Bell a Madariaga, nos había parecido la mejor. Mientras la veía, mi pensamiento de traductor y adaptador juzgó muy buena la idea de trasladar en este caso (no en todos, ni mucho menos) la acción, que seguramente sucedía en el camino entre dos pequeñas ciudades del middle west americano, a una locación bonaerense. Creo que esa medida de lo cercano, de lo casi banal de un viajecito en coche en la década del treinta de una familia tipo a visitar a una hija casada en otro pueblo, nos acerca a la obra y la instala en el interior de nuestros propios recuerdos colectivos.

Esta primera obra de trama sencilla (y notables actuaciones de ambos padres: la exhuberante madre y el escueto padre, tan certero y eficaz como la primera) me venía gustando minuto a minuto en su aparente sencillez y sentido mínimo, pequeño, imperceptible, pero presente, desde el principio. La develación final de la muerte de un recién nacido y el peligro de vida en que había estado su madre no hace más que develar, sin grandilocuencia y con un preciso manejo del encuentro personal, lo que uno sintió presente todo el tiempo.

Por lo demás, y como comentábamos a la salida con Carolina, esa madre excesiva, de discurso pleno, enorme, capaz de contarle su vida al señor de la estación de servicio en medio del campo, es mi madre y es la de todos. Y sin embargo, pienso yo y otra vez es lo que me gusta, de esta y de muchas otras obras, ese hablar permanente no es un discurso al que la obra critique, ni con el que se ensañe para mostrar un defecto caricaturesco; la obra no cae en una sátira a caracteres sociales ni en un costumbrismo criticón, ni mucho menos. Nada de eso. La obra es la apropiación de un discurso “menor”, de una pequeña literatura desdeñable: la de la señora que habla sin parar, plena de lugares comunes y frases hechas, como si quisiera construir en el aire un universo de defensas que, sin embargo, en su aparente intención de ocultar va formando –perfectamente delineada– la silueta exacta de aquello que no puede, y que nadie puede, decir.

Personalmente, un viaje en coche entre City Bell y Madariaga en los años 30 es un viaje entre Rufino y Laboulaye en la extensión de las leyendas de mi familia. El campo chato entre los pueblos dispersos de la llanura. Los surtidores de nafta. Las estaciones de tren. Mis tías abuelas. Mi madre. Quizás yo nunca pueda escribir sobre eso. Quizás.

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De la segunda obra, poco puedo decir. La sentí más bien un ejercicio de estilo bien realizado, y con una gran actriz, Lidia Catalano, minuto a minuto, segundo a segundo, texto a texto, cada vez más admirable. Me detuve a observarla a ella, y sólo a ella, incluso y sobre todo cuando no hablaba. Actuar de interlocutor es súmamente difícil; sostener la escucha de los parlamentos del otro, sobre todo cuando el parlamento del otro es extenso, requiere oficio. Lidia no le aporta oficio en este obra: sencillamente le aporta arte.
Quizá por deformación profesional, aquella que hace que como dramaturgo me pase gran parte del tiempo durante una obra escribiendo mentalmente las posibles escenas siguientes y el final de todo lo que veo, “supe” desde mucho antes que la pistola que recorre la obra no es asesina sino suicida. Ese “saber” le quitó eficacia a la trama, pero no me impidió disfrutar el notable artefacto textual de las últimas palabras de Lidia y la obra.

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La cena de navidad que vemos al final es la vida y la muerte en sucesión. La señora kinesióloga junto a nosotros la venía a ver por segunda vez, y dijo: “el último acto es un poco fuerte para embarazadas”, pero luego ella misma se río, minimizando el comentario y reconociendo que la llorona que quería celebrar otra vez una catharsis era ella.
Y sin embargo es cierto que una obra sobre bebés que nacen, crecen, envejecen y mueren, inevitablemente, y no reduciendo pero sí sintetizando la vida en un breve cúmulo de imágenes, se parece demasiado “realistamente” a la vida misma sintetizada en un cúmulo de imágenes, que es lo que uno tiene… Qué más. El cúmulo de imágenes, ese cúmulo de imágenes de la memoria en el cuerpo es vida, o la vida. Este día en que escribo comenzó con una revisión del “diario de embarazo” que venimos haciendo desde hace 37 semanas; luego Caro se puso a recortar fotos para el album de recortes con el que preparamos la llegada inminente de nuestro primer bebé. Fotos, pequeñas anotaciones, un aroma, un recuerdo. Un pequeño cúmulo de imágenes.

La muerte, por lo demás, se presenta como explícita representación en el escenario (es una de las pocas cosas que no puede actuarse como experiencia: morir, de los que estamos vivos, no le ha sucedido aún a nadie). Asumimos, entonces, que es la muerte ajena la que nos conmueve siempre. Y no pude no recordar las palabras de Alezzo en ese mismo lugar, sentado en esas mismas butacas, tantos años atrás, hablando de la muerte. Agustín las dijo como citando a alguien y sí, tal vez era una cita. Dijo que lo que más duele de la muerte de alguien querido son todas esas cosas que ya no volverán a suceder.

Lo recordé sentado en el lugar donde pasé mis arduos cuatro años de taller de actuación. “Todas aquellas cosas que no volverán a suceder” se puede aplicar tanto a la muerte de alguien querido como a todo el pasado, claro está. Mientras se sucedía la obra ante mis ojos yo a los actores pero también miraba ese parquet, esas paredes, ese espacio casi idéntico a aquel donde nunca más sucedería lo que sucedió: Lizardo primero, Agustín después, sentados allí mirando, comentando, explicando, enseñando y un joven Ignacio, observando atentamente y conservando un —vital— cúmulo de dudas, desacuerdos y cuestionamientos.

Años (pocos años) más tarde, yo replicaría sus técnicas de enseñanza con mis alumnos en las universidades e institutos. Aún hoy intento hacer por otros lo que ellos hicieron por mí. Valga este espacio como agradecimiento.

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