El sábado pasado fuimos a ver “Apenas el fin del mundo”, del dramaturgo francés Jean Luc Lagarce, dirigido por Cristian Drut, con Valentina Bassi, Ana Garibaldi, Daniel Hendler, Susana Lanteri e Ignacio Rodríguez de Anca.
Demasiado joven para morir
Yo resumiría así el argumento, sin adelantar nada que no se sepa desde la primera escena: un hombre de una edad muy determinada –34 años–, a sabiendas de que le queda muy poco tiempo de vida, regresa después de años a la casa familiar, adonde nunca había vuelto. Allí conoce a su cuñada, y se reencuentra brevemente con lo que queda de la familia: su madre, su hermano y su hermana.
Conjugando el tiempo y sus modos
Un procedimiento verbal (literalmente “verbal”) me llamó desde el primer párrafo la atención: yo morí, moriría, estaría muerto, moriré. Dentro de un año. Algo de incertidumbre, o de perpetua corrección, aparecía en primer plano –tan primer plano que el significado completo de una frase, si el texto no redundara, se perdía/perdería/perdió en cada autocorrección. Atribuí esa forma a un detalle relativo al tema y a lo más representativo del personaje: en cualquier momento, aunque sé que pronto, y que entonces no es cualquier momento, me muero (de algún modo esto –un enfermo terminal– es un ya morí). Pero no. Minutos después me di cuenta de que la incertidumbre-autocorrección verbal era un procedimiento constitutivo del todo texto, un procedimiento mediante el cual el autor propone una voz uniforme para todos sus personajes, puesto que todos hablan así. Uno advierte casi al mismo tiempo que la obra se estructurará en la secuencia de monólogos de interlocutor silente (un personaje habla un montón, mientras otro escucha, largamente, intensamente o no), salpicado de diálogos, y de tanto en tanto, de un monólogo a público. Al advertirlo, el espectador se entrega (o no se entrega, pero siempre es así) al disfrute de una obra “de texto”, “para el texto”. Para mí, el procedimiento de homologación de la voz en ciclos verbales redondos, o dubitativos, o extraordinarios, fue disfrutable. Pero no en todo momento: más al principio, menos por ahí y por allá, casi nada en los monólogos “a público”, y mucho en la variación, en la ruptura de la distancia mental que los procedimientos lingüísticos tan simples pero radicales e insistentes suelen producir.
Traducción
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era por entonces una aldea…” Etc. Había leído hacía pocos años el texto de García Márquez y hacía algunos años más, aún, había oído ponderar el inicio “circular” –¿“años después” de cuándo?; ¿en un tiempo de anticipación (habría de) de qué se recuerda aquel episodio del pasado del hielo?, y así–, había oído ponderar decía, la instalación del tiempo mítico de Macondo y los Buendía (creo que por el profesor de Latín I en la facultad), hacía pocos años que había leído el texto tras la ponderación del latinista Uno, decía, cuando la francesa Florence, que vivía con su hermano en las afueras de Lyon, en un mínimo depto dividido por un tabique que dejaba, de un lado: la cama de Florence y una pecera con tres tortugas de agua, y del otro: una notable acumulación de cajas de insumos de computación y la cama de su hermano, decíamos, Florence se acomodó con la traducción francesa de Cien años de soledad en la mano y dijo que estaba leyendo a García Márquez.
Demasiado joven para morir
Yo resumiría así el argumento, sin adelantar nada que no se sepa desde la primera escena: un hombre de una edad muy determinada –34 años–, a sabiendas de que le queda muy poco tiempo de vida, regresa después de años a la casa familiar, adonde nunca había vuelto. Allí conoce a su cuñada, y se reencuentra brevemente con lo que queda de la familia: su madre, su hermano y su hermana.
Conjugando el tiempo y sus modos
Un procedimiento verbal (literalmente “verbal”) me llamó desde el primer párrafo la atención: yo morí, moriría, estaría muerto, moriré. Dentro de un año. Algo de incertidumbre, o de perpetua corrección, aparecía en primer plano –tan primer plano que el significado completo de una frase, si el texto no redundara, se perdía/perdería/perdió en cada autocorrección. Atribuí esa forma a un detalle relativo al tema y a lo más representativo del personaje: en cualquier momento, aunque sé que pronto, y que entonces no es cualquier momento, me muero (de algún modo esto –un enfermo terminal– es un ya morí). Pero no. Minutos después me di cuenta de que la incertidumbre-autocorrección verbal era un procedimiento constitutivo del todo texto, un procedimiento mediante el cual el autor propone una voz uniforme para todos sus personajes, puesto que todos hablan así. Uno advierte casi al mismo tiempo que la obra se estructurará en la secuencia de monólogos de interlocutor silente (un personaje habla un montón, mientras otro escucha, largamente, intensamente o no), salpicado de diálogos, y de tanto en tanto, de un monólogo a público. Al advertirlo, el espectador se entrega (o no se entrega, pero siempre es así) al disfrute de una obra “de texto”, “para el texto”. Para mí, el procedimiento de homologación de la voz en ciclos verbales redondos, o dubitativos, o extraordinarios, fue disfrutable. Pero no en todo momento: más al principio, menos por ahí y por allá, casi nada en los monólogos “a público”, y mucho en la variación, en la ruptura de la distancia mental que los procedimientos lingüísticos tan simples pero radicales e insistentes suelen producir.
Traducción
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era por entonces una aldea…” Etc. Había leído hacía pocos años el texto de García Márquez y hacía algunos años más, aún, había oído ponderar el inicio “circular” –¿“años después” de cuándo?; ¿en un tiempo de anticipación (habría de) de qué se recuerda aquel episodio del pasado del hielo?, y así–, había oído ponderar decía, la instalación del tiempo mítico de Macondo y los Buendía (creo que por el profesor de Latín I en la facultad), hacía pocos años que había leído el texto tras la ponderación del latinista Uno, decía, cuando la francesa Florence, que vivía con su hermano en las afueras de Lyon, en un mínimo depto dividido por un tabique que dejaba, de un lado: la cama de Florence y una pecera con tres tortugas de agua, y del otro: una notable acumulación de cajas de insumos de computación y la cama de su hermano, decíamos, Florence se acomodó con la traducción francesa de Cien años de soledad en la mano y dijo que estaba leyendo a García Márquez.
Yo era bastante joven. Me había licenciado en Letras hacía pocos meses y estaba haciendo un esfuerzo (bastante sencillo) por olvidarme de la facultad, viajando sin decir nada, probando algo así como “ser” despojado de títulos y background (insisto: bastante sencillo si tenés menos de 25 años y estás de viaje). Allí nomás, frente a Florence y Cent ans de solitude, me pareció que yo, con el español como lengua madre y con la genealogía sudamericana de mi padre a cuestas –Ángel Virgilio Apolo Ramírez, nacido en Piñas-El-oro-Ecuador–, YO había leído el libro de García Márquez y ELLA estaba leyendo otra cosa. Ahora me parece que no, que uno puede conectar, arrimarse, reconstruir, edificar. Que la traducción es una herramienta de acercamiento. Que de aquello que escribió Jean Luc en francés y aquello que se pone en escena de Jean Luc en francés puede haber tanta distancia, o tanta proximidad, como lo que pueda hacerse, finalmente, aquí, en el Espacio Callejón, en un castellano no neutro aunque conjugue el futuro simple (y el personaje pueda decir “moriré” cuando uno dice “voy a morir”). Me parece que la traducción Jaime Arrambide está, para los que no conocemos el texto original de Lagarce (y no conocemos los demás textos de Lagarce, es decir, para los que no conocemos), construyendo y acercándonos a un autor más que interesante. Parece haber sido una tarea muy difícil, y su resultado es limpio, naturalmente oral, sofisticadamente oral –o artificialmente oral, llegado el caso, pero eso depende más del actor y del momento de la obra que del artefacto verbal.
Monólogos de interlocutor silente y diálogos desfasados
La obra se inicia con un monólogo a público, y termina con un monólogo a público. Entre ambos monólogos, se desarrolla una contundente acumulación de palabras que pocas veces se organizan en el encuentro e intercambio verbal entre todos los personajes, aunque ese hecho está siempre presente y uno lo siente. Predomina el largo parlamento de un personaje dirigido a otro que, a veces sí y a veces no, responde lánguidamente y, las más de las veces, sencillamente, oye. En cuanto al diálogo, cuando aparece, aparece sometido a un procedimiento que me encanta (y nunca había visto una obra que lo utilice tanto). Se trata de un cierto desfasaje de la réplica: un personaje hace una pregunta o habla sobre determinado tema en el inicio de un largo parlamento, mientras el otro escucha y responde, en todo caso, lacónicamente. Tiempo después, cuando el tópico de la conversación ya es otro, el personaje de pocas palabras retoma súbitamente la pregunta o el tópico perdidos en el tiempo (en el tiempo de la conversación), retoma, decía, y actualiza algo aparentemente dado de baja. Digamo: es “había de recordar”, no habría de recordar, Ignacio, y la tarde era remota “aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, así que si vas a hacer citas, hacelas bien y remitite a las fuentes, ¿está bien? Bueno, no confundas a la gente.
Quizás los franceses
Todos estos procedimientos y tópicos temáticos –la huida, el paso del tiempo, el retorno imposible, eterno y paradójico, los lugares relativos en la historia familiar, aquello que te constituye y de donde jamás podés /podrás/ pudiste/ podrías escapar, y sobre todo, la muerte que acecha a un joven que lo sabe y por eso todos los temas se hacen relevantes– por momentos (varios momentos) parecen un ejercicio, y sus temas parecen solo palabras. En cierto/s momento/s de la obra aquello que se dice se siente como un tema más, un tema uno, tema dos, tema tres, cosas de las que no vale mucho la pena hablar. Como si te dijera que en un taller literario en algún lugar de Francia alguien dijera ¿y si hablamos de algo fuerte, importante, potente, nosotros, aquí, en el primer mundo, en la vieja Europa? Porque de tanto en tanto uno (yo, Ignacio), sudaca, tiene (tengo) la sensación –tantas veces autocomplaciente– de que para saber sufrir hay que venir al sur. ¿De qué te quejás vos, francesito adinerado? Sabemos que por default, cualquier ciudadano europeo es adinerado, y si sufre, sufre al pedo y por su propia mano. Entonces, ¿tengo que compadecer al personaje de clase medio pelo europea decir que el barrio adonde te mudaste es feo, o el auto de su infancia era feo?
Pero no. No me olvido de que Jean Luc murió (posta) en 1995, a los 38 años de edad. Que el que sabe que va a morir –de allí el latín, moritori te salutant, de allí la gravedad – en la obra tiene 34. Que la obra habla de algo que el autor conoce y mucho, y que es triste, patético, y universal. Entonces, ¿por qué por momentos…?
Las puntas de un arco
Todo se encarna cuando Ignacio Rodríguez de Anca provoca un abandono de la distancia. De pronto, teatralmente, aquello que está lejos y a la espera, latente y presentado en palabras, verbos y variantes, se acerca y empieza importar. Física, visceralmente. Ignacio Rodríguez de Anca actúa el personaje del hermano del narrador, un hermano encastrado en su lugar de hermano menor, pataleando desesperadamente por salir de donde uno sabe que no saldrá. Esa es la punta de un arco. En la otra, Daniel Hendler, quieto, manos en los bolsillos, pronunciando el texto a la distancia, enmarcado por un pequeño y redondo haz de luz, dice con pulcritud un texto pulcro que, a mi juicio, pide de entrada lo que el actor da recién al final: ser atravesado por la humanidad, la cercanía, la vivencia emocional de aquel que va a morir y, al saberlo, puede hablar casi como un muerto.
Las puntas de un arco
Todo se encarna cuando Ignacio Rodríguez de Anca provoca un abandono de la distancia. De pronto, teatralmente, aquello que está lejos y a la espera, latente y presentado en palabras, verbos y variantes, se acerca y empieza importar. Física, visceralmente. Ignacio Rodríguez de Anca actúa el personaje del hermano del narrador, un hermano encastrado en su lugar de hermano menor, pataleando desesperadamente por salir de donde uno sabe que no saldrá. Esa es la punta de un arco. En la otra, Daniel Hendler, quieto, manos en los bolsillos, pronunciando el texto a la distancia, enmarcado por un pequeño y redondo haz de luz, dice con pulcritud un texto pulcro que, a mi juicio, pide de entrada lo que el actor da recién al final: ser atravesado por la humanidad, la cercanía, la vivencia emocional de aquel que va a morir y, al saberlo, puede hablar casi como un muerto.
Escuchar hablar a un muerto debe ser escalofriante. Saber (como descubre Siddharta) que todos seremos ese muerto debe ser, sentido muy de cerca, demoledor.
Contigo a la distancia
Pero me parece que la obra opta por la distancia. La actitud serena, mínimamente expresiva del narrador y protagonista redobla -lleva mucho más atrás- la distancia que la estructura formal del texto propone (variaciones repetidas de conjugaciones verbales, monólogos sucesivos, diálogo desfasado). Solo en los segundos finales, cuando el término de la obra se acerca y el final de esta partida se asimila al final de una vida, la actitud del protagonista trasluce un universo emocional denso, lleno. Me parece, estoy/estaré/estuve convencido, de que lo que se terminó así hubiera sido mucho más potente, disfrutable y bueno, de haber empezado desde allí. Desde allí hasta aquí. Pero esta obra opta por la distancia.
La quietud
El arte de la quietud, de los mínimos movimientos, de la tensión por el contexto. Desde hace años, es lo que me gusta de la poética de Drut –aunque no sé, quizás él diga que no la tiene, una poética, o que no es ésa–. Casi solamente las manos sobre el regazo de de las actrices en “Señora, esposa, niña y joven desde lejos”, tres sillas para “Crave”, el escenario enteramente despojado de todo, y un espejo duplicando el vacío en “La historia de llorar por él”. Creo que los personajes de “Apenas el fin del mundo” no llegan a tocarse, excepto por la fría mano –criticada por la hermana– del narrador y su cuñada. Me dije al empezar a verla: van a hablar, pero no se van a tocar. Si se tocaron, no lo vi. Y no importa, todo bien. Pero hay algo de más. Llevado al límite el juego de distancia, una hora y media para pasar de la inexpresividad completa a la expresividad mínima del actor principal (que es un ícono fuerte de ese tipo de actuación) es un signo demasiado único para semejante distancia: la que propone todo, casi todo el tiempo. Más que nada porque uno de los personajes/actor exhibe una potencia emocional que acerca todo y muestra -hace desear- que el conjunto también se hubiera jugado de más cerca, y más adentro.
Contigo a la distancia
Pero me parece que la obra opta por la distancia. La actitud serena, mínimamente expresiva del narrador y protagonista redobla -lleva mucho más atrás- la distancia que la estructura formal del texto propone (variaciones repetidas de conjugaciones verbales, monólogos sucesivos, diálogo desfasado). Solo en los segundos finales, cuando el término de la obra se acerca y el final de esta partida se asimila al final de una vida, la actitud del protagonista trasluce un universo emocional denso, lleno. Me parece, estoy/estaré/estuve convencido, de que lo que se terminó así hubiera sido mucho más potente, disfrutable y bueno, de haber empezado desde allí. Desde allí hasta aquí. Pero esta obra opta por la distancia.
La quietud
El arte de la quietud, de los mínimos movimientos, de la tensión por el contexto. Desde hace años, es lo que me gusta de la poética de Drut –aunque no sé, quizás él diga que no la tiene, una poética, o que no es ésa–. Casi solamente las manos sobre el regazo de de las actrices en “Señora, esposa, niña y joven desde lejos”, tres sillas para “Crave”, el escenario enteramente despojado de todo, y un espejo duplicando el vacío en “La historia de llorar por él”. Creo que los personajes de “Apenas el fin del mundo” no llegan a tocarse, excepto por la fría mano –criticada por la hermana– del narrador y su cuñada. Me dije al empezar a verla: van a hablar, pero no se van a tocar. Si se tocaron, no lo vi. Y no importa, todo bien. Pero hay algo de más. Llevado al límite el juego de distancia, una hora y media para pasar de la inexpresividad completa a la expresividad mínima del actor principal (que es un ícono fuerte de ese tipo de actuación) es un signo demasiado único para semejante distancia: la que propone todo, casi todo el tiempo. Más que nada porque uno de los personajes/actor exhibe una potencia emocional que acerca todo y muestra -hace desear- que el conjunto también se hubiera jugado de más cerca, y más adentro.
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