El miércoles fui a ver la primera de las cuatro funciones de la obra del dramaturgo francés David Lescot, dirigida por Julio Molina, con Román Lamas, Tatiana Sandoval y Gabriel Fernández, en el Auditorio Alianza Francesa de Buenos Aires.
Esta obra había sido ya presentada por el mismo director en forma de semimontado en un ciclo de Nueva Dramaturgia en 2007; este año, según reza el programa de mano, se estrena “en su forma definitiva”.
En rojo
El argumento podría resumirse así: un hombre desempleado y cargado de deudas se declara en quiebra; el agente judicial a cargo lo irá despojando minuciosamente de todos sus bienes sin encontrar resistencia. Separado de su mujer desde el principio del proceso, el protagonista hará vanos intentos por recuperarla, al tiempo que se entrega pasivamente –e incluso fomenta– el desprendimiento más absoluto de toda posesión.
Lo existencial
La historia de un hombre acuciado por las deudas es un clásico, casi un arquetipo. La del hombre que viene a “ejecutar” la deuda, al menos bajo la forma del prestamista usurero –o del diablo– también lo es. Podría decirse que la obra abreva de la corriente central de la tradición teatral. Por otro lado, la crisis personal complejamente entrelazada con la financiera, el desempleo, la separación y sus consecuencias, hablaría al mismo tiempo de un teatro con impronta sociológica, un realismo reflexivo, psicológico, social. Sin embargo, si bien estos aspectos no pueden no estar presentes, desde el momento en que sus personajes y situaciones no dejan nunca de remitir a aquellos arquetipos y a estas realidades, al poco tiempo uno descubre que lo que se impone en primer plano es otro aspecto: la “quiebra” en un sentido existencial, filosófico, como una decisión de confrontación vital, la idea de ser, ser sin más, ser sin nada, disminuir hasta la mínima (y quizás única) realidad.
La obra ejecuta este movimiento de dos modos radicales. El primero es la absoluta abstinencia a resistir el despojo por parte del protagonista. Esta pasividad logra invertir esa función de oponente que, incluso ante sí mismo, el agente judicial pretende. Al enfrentar semejante pasividad, este personaje gira en falso –ya que no puede sostenerse como polo de conflicto en la inexistente disputa por los bienes–, se detiene, se descompone, y sin embargo perdura, recomponiéndose a cada instante, precario, provisorio, por momentos insólito. El segundo modo es la inclusión de un metatexto que atraviesa, como un segundo eje, la obra en su totalidad: es el libro que el protagonista lee escena tras escena, intercalado o superpuesto, y que va cobrando más y más importancia hasta hacerse cargo, literal y literariamente, del final. El libro, cuyo nombre creo que no se menciona, cuenta la historia de un “shrink”, un hombre que comienza a encogerse, físicamente (su cuerpo va disminuyendo de tamaño), hasta la consumación final.
Faillite – liquitateur – homme (hommo) shrink
El corrimiento de lo social y del arquetipo del acreedor y el endeudado, así las cosas, es muy, muy evidente. Apenas transcurridos unos minutos, la “otra” lectura se va imponiendo. Sin embargo, hay en la puesta en escena dos movimientos que, buscándolo o no, exacerban esa línea de quiebre o de distancia: la inclusión/exhibición del “otro” idioma (en paralelo, a la distancia o superpuesto a la lenguaje de la acción), y la inclusión/exhibición de una película sobre el Shrink (en una pantalla “de fondo” que, muy a menudo, se sitúa en un primer, primerísimo plano).
El título, en el programa de mano, no deja lugar a dudas. UN HOMME EN FAILLITE / UN HOMBRE EN QUIEBRA. La obra dice, de entrada, esto es una cosa pero es otra. No decide que la traducción le basta. Podría tratarse de una idea mía, de un exceso de interpretación de un texto paralelo a la representación. Sin embargo: las escenas, numeradas, tienen “títulos” (1. Separación, 2. Agente Judicial, etc). La puesta hace tres cosas al respecto; uno: utiliza esos números y títulos para separar cada una de las escenas; dos: incluye la proyección del texto (estilo subtitulado) en la pantalla de fondo, con el número de escena, el título, y la acotación del autor; tres: una voz en off, de pronunciación perfecta, al mejor estilo locutor (o, mejor, de material audiovisual para aprender idiomas, puesto que es una pronunciación lenta), lee en francés lo que está proyectado en castellano.
A mi juicio, la obra “insiste” en la declaración de que hay otra cosa oculta o velada en sí misma. Y sin embargo, no consigue, en el plano lingüístico al menos, indicar hacia dónde mirar. El primer encuentro entre el protagonista y el agente judicial está cargado de ironía sobre una posible dimensión alegórica del funcionario. En castellano, el diálogo dice más o menos: soy el Agente Judicial, “¿judicial, eh?” (sonrisa); sí, “judicial”, sí (seriedad). Sin embargo, el texto en francés habla de un liquitateur (lo sabemos por la infinidad de veces que el locutor en off lo declara). Pensémoslo así: soy el Agente Ejecutor –de la deuda–; “¿ejecutor, eh?”. Ejecutor, sí… La carga irónica sobre la alegoría de las fuerzas (el exterminador y su víctima) impone una mirada desde el principio, que la obra no ofrece, aunque dice “hablo de otra cosa, hablo otro idioma”. La rebelión del quebrado sobre su ejecutor, en el plano simbólico –se piense lo que se piense sobre el atractivo o la eficacia de ese conflicto– no adquiere esa forma expresiva, no se produce hasta tiempo después en la escena.
El paulatino despojo en un espacio despojado
La obra basa su acción y progresión dramática en un paulatino e inexorable proceso de despojo físico (la liquidación de todos los bienes personales), despojo físico que se va elevando (o descendiendo hacia) un plano simbólico, alegórico y/o existencial. Sin embargo, la decisión de la puesta en escena es la de instalar la obra en un espacio materialmente despojado de entrada. No hay en el escenario otra cosa que una banqueta, y un reproductor de cd (pequeño, portátil, en el piso). La pantalla de fondo. Los actores. Difícilmente el despojo, la sensación, la construcción escénica del despojo, se materialice a partir de lo que uno ya siente como despojado. Creo que la idea “vacía”, a pura presencia actoral, sonora, textual, debió haber sido muy expresiva en el semimontado, pero en esta forma definitiva es una idea que remite más a un final. El trabajo de los actores, el buen trabajo de los actores, navega sobre esa existencia virtual: todos los objetos son referidos textualmente, excepto el equipo de alta fidelidad, representado por el reproductor de cd portátil, y la ropa usada, exhibida. El sistema visual no encuentra un punto de apoyo, me parece, para contar aquello que la obra pretende; queda a cargo de la construcción mental del espectador. De su (buena) voluntad.
La opción por lo literal o literario
El meta-texto (de larga tradición teatral y literaria: el texto dentro del texto, la representación dentro de la representación) es acompañado, exhibido, resaltado, por los encantadores fragmentos de una película en blanco y negro sobre la tragedia de este Shrink, el hombre que encoge. Me pregunto si la función en el material original, que es puramente textual, evocativo, es la misma y tiende a conducir al mismo lado. En esta puesta, la película pasa muchas veces a primer plano, elabora una relación de analogía explícita con el derrotero del personaje. Quizás uno podría decir que aquello que lo escénico no exhibe (como el despojo de bienes –materiales y simbólicos-) lo exhibe en paralelo la proyección (el encogimiento, por momentos naif, del hombre en la película de los 60). Hacia el final, sin embargo, la película cesa y deja lugar a la proyección lisa y llana de la página del libro: sus letras. Mientras el protagonista se transforma en locutor –una vez despojado (virtualmente) de todo, se despoja de su carácter de personaje- y lee textualmente (esta vez en español) lo que aparece en pantalla, también en castellano, y la pantalla exhibe lo que está siendo leído y, por si hubiera que ser claro, el objeto libro es puesto en el medio del escenario, abierto, a modo único emisor.
La obra termina con un texto que literalmente dice que los hombres peligrosos son aquellos de un solo libro, citando a San Agustín y reflexionando sobre esa sentencia. Hablar de un libro, mostrar un libro, proyectar las palabras, leerlas textualmente, es la opción final: decir lo que se dice, ni menos, ni más. Es una opción. Finalmente neta. Literaria. Literal.
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