El jueves pasado fui al estreno de Los últimos felices. Nos encontramos en el hall con Ale Menalled, y estuvimos conversando hasta que empezó la función, razón por la cual no tuve oportunidad de leer el programa de mano antes de la función. A partir de los cinco, diez, quince minutos, empecé a "ojearlo", o "relojearlo" (quería saber si la hipótesis que se armaba insistentemente en mi cabeza coincidía con alguna idea manifiesta, declarada en el paratexto).
Lo ojeé. Lo relojié. Reafirmé mi hipótesis. Y disfruté ambas (obra e hipótess).
La cosa venía así: en escena aparecían, se desplegaban, se lucían, imágenes, íconos, conductas, vestuarios, canciones y estampas actorales de los años veinte porteños -la obra pisa, evoca y/o construye un Buenos Aires, o "el" Buenos Aires mítico, el único, el de los veinte-. Y los textos que se escuchaban salían calcados, mezclados, interpolados, de aquellos escritores -la mayoría, pensé, poetas- de los años veinte. ¿Una más de escritores y poetas en escena? ¿Una vez más me tengo que pelear en mi cabeza con esas ideas de que los escritores -tan raros, tan minoría, tan poco representativos de nada- son personajes interesantes para las ficciones? No. No exactamente. De vez en cuando alguien encarna a "alguien", digamos -la extraordinaria Carolina Adamovsky encarnando a Alfonsina Storni es un punto altísimo del espectáculo. Pero la obra va de otra cosa. No va -válgame Dios!- de poetas y de locos (qué cosa más tremenda), sino de los años 20, Buenos Aires y los (últimos) felices. Esto viene a ser: en este país (o hemisferio, o región, o ciudad, o río de la plata) los últimos felices vivieron y se convirtieron en mito en el período de entreguerras del siglo pasado.
La memoria no lo abarca. Ya quedan pocos, muy pocos (mi abuelo Manolo tiene 96 años y nació en 1911; pero no vivió en Buenos Aires y no le puedo preguntar). La obra es algo así como "de época", en el sentido histórico, para ya no, no puede ser, nostálgica, porque ninguno de los que están en escena y tras la escena pueden ser nostálgicos de los años '20 o '30. Necesitan reconstruir, evocar, indagar en el mito, en el relato de lo que quedó. Queda mucho: hay proyecciones, músicas, textos, descripciones, ambientes. Fragmentos literarios y referencias históricas. Y hay Beatriz Sarlo.
A nuestras espaldas, contra un rincón, un señor calvo e inconfundible se reclina en la butaca -misión imposible en las butacas plásticas de la Cunill-. Es Paco Giménez de overol. En el centro de la platea, junto a Eli Sirlin (iluminadora), está Beatriz Sarlo. Al pasar digo mentalmente: "mirá quién está en el estreno". Y al ojear el programa de mano descubro que no solo estaba en el estreno. Estaba en la ficha técnica y, al final, salió a saludar.
Comenté a la salida que tal vez a la obra le faltaba ensayo, que había errores, balbuceos, incomodidades. Que le sobraban 15 minutos. Que estaba, como siempre, como obra de Paco Giménez, bien. Mi sensación y mi disfrute, a pesar de haber percibido esas cosas, le pasó a todo eso por encima. A mí la obra ME GUSTÓ en los términos de "lo que hay que ver de teatro en Buenos Aires este mes". Yo espero que mejore, que los actores se suelten, que el ritmo se ajuste, que los efectos condensen. Pero lo que esta obra piensa, lo que esta obra dice, a mí me va y me parece que arrastra. No es, por fin, una obra nostálgica. Es, ya, una obra mítica. Aquello que yace bajo el asfalto, los años, la piel y los textos de nuestras bocas porteñas apareció ante mí sin afán de predicar y añorar ni bendecir ni condenar el presente. Me pregunté a lo largo de la obra: ¿esto alguna vez existió? ¿alguien compuso esos versos, esa letra de tango? ¿alguien alguna vez se vistió así? Y como un poeta de aquellas épocas, me pareció sentir que eso no había sido alguna vez sino que ya era eterno, "como el agua y el aire".
La sala y el clima
dos ideas finales. Una. La sala Cunill Cabanellas es muy difícil y no colabora con esta obra (al menos por ahora) de Paco Giménez. Añoro otras paredes, otro techo, un aura rústica que no encontré ni al frente ni tras esa larga cortina roja que enmarca la mayoría de las escenas.
La parodia
En una de las escenas más bonitas, a mi juicio, entran trajeados a rayas y engominados un músico con guitarra y un cantor de tango que cantará con una marioneta que representa la canción (un tango cuasi bizarro sobre una equilibrista, o trapecista, de circo que se mata en el salto mortal). Cuando están preparando los instrumentos y la muñeca, el cantor dice, con un perfecto aire añejo de verdades y esperanzas, casi en un suspiro:
"espero que esto no se convierta en una parodia".
Mencionando la parodia, los actores, la obra, hacen equilibrio y rinden homenaje, culto, risa, a los 20, a su ciudad, a la distancia, y saltando en el aire.
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